Editorial-EL Español

Dos noticias recientes revelan la preocupante deriva xenófoba de un nacionalismo catalán que no se ha caracterizado jamás, precisamente, por su voluntad inclusiva y su talante tolerante.

Las declaraciones de Carles Puigdemont pidiendo negar los papeles a inmigrantes que no entiendan cafè amb llet o mal de panxa en catalán (café con leche y dolor de barriga, respectivamente), seguidas del linchamiento a la heladería Dellaostia por no atender exclusivamente en la lengua regional, dibujan un panorama inquietante donde la obsesión identitaria arrasa con los derechos fundamentales.

Puigdemont, desde la Universitat Catalana d’Estiu de Prada (Francia), ha cruzado todas las líneas rojas al condicionar la renovación de permisos de residencia al conocimiento de expresiones catalanas cotidianas. No estamos ante una reivindicación lingüística legítima, sino ante una propuesta abiertamente discriminatoria que utiliza el idioma como arma arrojadiza contra la población inmigrante.

El expresidente pretende convertir el dominio del catalán en un filtro étnico para decidir quién merece vivir en Cataluña, una aberración democrática que cualquier tribunal europeo tumbaría sin contemplaciones.

Pero las palabras de Puigdemont no quedan en el aire. Como ha demostrado el caso de la heladería argentina Dellaostia, estas declaraciones alimentan la radicalización de los sectores más extremistas.

Un simple malentendido lingüístico (un empleado que no entendió la palabra maduixa, fresa en español) desencadenó una campaña de acoso orquestada por un concejal de ERC, amplificada por Antonio Baños y culminada con pintadas vandálicas de «fascistas» en el establecimiento.

Esta escalada no es casual. Refleja la competencia feroz entre formaciones nacionalistas por disputarse el voto más radical, especialmente tras el ascenso de Aliança Catalana.

Cada partido trata de demostrar quién es más intransigente con el español, quién más puro en la defensa de la «catalanidad», en una espiral que convierte a comerciantes y empresarios en daños colaterales de una guerra cultural enloquecida.

La obsesión lingüística del nacionalismo catalán ha alcanzado cotas patológicas que atentan contra la convivencia y el progreso económico. Mientras Barcelona se debate entre ser una ciudad cosmopolita o un gueto identitario, negocios como Dellaostia (que había invertido 150.000 euros y generaba 250.000 en beneficios) sufren campañas de destrucción por el simple hecho de no satisfacer los caprichos lingüísticos de una minoría fanática.

Preocupante es también que Pedro Sánchez haya convertido esta obsesión en política de Estado. Su gobierno ha hecho del reconocimiento internacional del catalán una prioridad de la política exterior, irritando a socios europeos que contemplan perplejos cómo España sacrifica su influencia internacional por contentar a sus socios independentistas.

Mientras Francia, Alemania o Italia se centran en los grandes desafíos continentales, España se dedica a mendigar el reconocimiento del catalán en instituciones donde a nadie le importa esta cuestión.

El resultado de esta deriva es una Cataluña cada vez más intolerante, donde la diversidad lingüística (que debería ser una riqueza) se convierte en motivo de persecución. El nacionalismo catalán ha optado por el camino de la exclusión étnica, utilizando la lengua como pretexto para una limpieza cultural que poco tiene que envidiar a los peores episodios del nacionalismo europeo.

Mientras Puigdemont apunta desde Waterloo, la CUP azuza desde las instituciones y los radicales del frikismo atacan en las calles, Cataluña se aleja cada día más de los valores democráticos que dice defender.

Una sociedad que persigue a comerciantes por hablar español, el idioma mayoritario de los catalanes muy por delante del catalán, no construye una nación: construye un gueto.