Ya está más cerca el día en el que, entre atónitos y humillados, asistamos al retorno a España de Carles Puigdemont. Salió por piernas, escondido en el maletero de un coche, y va a regresar bajo el palio que Pedro Sánchez ordenará en su momento que despliegue en la frontera la Guardia Civil antes de que los Mossos d’Esquadra tomen el relevo y le escolten hasta el balcón del Palau de la Generalitat. Es mucho más que un bochorno insoportable; es una traición a la democracia, arrodillada ante la arbitrariedad de la política más nociva.
Sea cual sea el formato que finalmente se utilice, la decisión de blindar penalmente a quien ha reiterado con irritante jactancia que volverá a repetir el delito que ahora se pretende perdonar, supera con creces los límites de lo políticamente aceptable para, de llevarse finalmente a cabo, convertirse en un ataque frontal a los cimientos que sostienen el Estado de Derecho. Un ataque, en democracia, sin precedentes, de extraordinaria gravedad, al ser perpetrado por el Gobierno que prometió defenderlos.
La amnistía no es justa, no es legal y tampoco es legítima, por cuanto el principal partido de los que ahora la promueven, el PSOE, acudió a las elecciones generales defendiendo justamente lo contrario de lo que ahora pretende hacer. Lo acaba de poner por escrito Pedro Cruz Villalón, expresidente del Tribunal Constitucional: “En las presentes circunstancias (…) las actuales Cortes Generales carecen de legitimidad para promulgar una amnistía política. A espaldas del pueblo”.
Sorprende que ex ministros socialistas defiendan que para recuperar la convivencia en Cataluña sea preciso quebrantar el modelo de separación de poderes y pervertir el principio de igualdad ante la ley
“La representación política solo se sostiene si funciona con un mínimo de racionalidad, la cual salta por los aires si las elegidas y los elegidos rompen, y más aún si lo hacen arbitrariamente, el normal proceso de formación de la voluntad popular. En último término, es una cuestión de seguridad jurídica elevada a su dimensión más alta”. Las palabras de Cruz Villalón definen lo que ha venido practicando Sánchez en los últimos años, y encierran una acusación inquietante: el engaño como herramienta de convicción electoral; el aniquilamiento de la seguridad jurídica como justiprecio para mantenerse en el poder.
Frente a estos vigorosos argumentos, que sobrevolaban la sala en la que Felipe González y Alfonso Guerra condenaron el chantaje del independentismo y la “deslealtad” de Sánchez (“Una crisis política nunca tuvo que derivar en una acción judicial”, ha dicho el general secretario socialista en Nueva York, sin ponerse colorado y contradiciendo por enésima vez antiguas «convicciones»)-, el ramillete seleccionado para combatir a la llamada “vieja guardia” (compuesto, entre otros, por algún exministro, un resentido expresidente autonómico, un secundario cuyo nombre no conviene reproducir y hasta un fotógrafo) expone sin pudor la batería de nimiedades que estamos oyendo y seguiremos oyendo y leyendo hasta cansarnos: celos, deslealtad, y qué sé yo cuántas estupideces más. Lo de siempre: el partido por encima del interés general.
La amnistía es un ataque frontal a los cimientos del Estado de Derecho. Un ataque sin precedentes, de extraordinaria gravedad al ser perpetrado desde el Gobierno
No me sorprende que los que siguen necesitando el respaldo de las siglas para medrar, o simplemente sobrevivir, ellos o su descendencia, se plieguen a los deseos de un tránsfuga ideológico como Sánchez. Me llama más la atención que alguien tan respetable y respetado como Enrique Barón acepte que para recuperar la convivencia en Cataluña hayan de quebrantarse el modelo de separación de poderes y el principio de igualdad ante la ley. Eso, y no otra cosa, estimado Enrique, es lo que en realidad está en juego; nada más y nada menos lo que Sánchez está dispuesto a entregar.
Y eso es lo que González y Guerra han denunciado, a sabiendas de que ahora la nueva Inquisición, un ejército de pueriles militantes de la agrupación tuitera y de fanáticos iluminados por sus antorchas del Ku Klux Klan, les condenarán a la hoguera. Aunque yo no me preocuparía demasiado. Lo tiene dicho José Antonio Marina: todo el mundo tiene derecho a exponer su opinión, pero no todas las opiniones son respetables.