Rubén Amón-El Confidencial

El líder desterrado amenaza al líder encarcelado con una crisis de Gobierno y con una reyerta política que pretende desenmascarar el pacto de ERC con el PSOE

No está claro si la familia soberanista está mejor avenida que la constitucionalista. Lo demuestra la rivalidad entre Puigdemont y Junqueras. Y las marionetas que utilizan ambos desde sus respectivas anomalías: el desterrado y el presidiario pujan por convertirse en el mártir hegemónico del Estado opresor. Y por cobrarse en las urnas el respectivo heroísmo.

Tan evidente es la rivalidad -y la animadversión- que Puigdemont se ha propuesto organizar una crisis de Gobierno para evacuar la vicepresidencia a Pere Aragonés (ERC). Se trata de garantizar la sucesión de Torra en beneficio de un hombre de la casa —¿Jordi Puigneró?— y de consolidar el poder de la Generalitat en caso de que el propio president resulte finalmente inhabilitado.

No tiene por qué aceptar Junqueras desde el cautiverio semejante provocación, pero Puigdemont amenazaría entonces con unas elecciones anticipadas. Las convertiría en una suerte de plebiscito personal —venga o no venga a disputarlas—, y restregaría a Esquerra sus veleidades con Madrid, especialmente si termina precipitándose, como parece, el siniestro acuerdo de investidura.

Ha percibido Puigdemont que la mejor manera de liderar el independentismo insumiso consiste en desenmascarar el pacto de ERC con el PSOE. La zarabanda entre Junqueras y Sánchez demostraría la condescendencia de Esquerra hacia los carceleros de Madrid. Probaría que ERC ha traicionado el proyecto supremacista, más allá de sonsacarle al presidente del Gobierno la mesa de partidos, la negociación bilateral y la docilidad con que la Abogacía del Estado ha de exponer ahora la negligencia del Supremos respecto a la inmunidad de Junqueras.

Es el último requisito que ha amontonado ERC para alentar la investidura. La sentencia del TJUE únicamente plantea un dictamen técnico —cómo y cuándo se adquiere el acta de eurodiputado—, pero Aragonés la sobreinterpretó como un varapalo de la justicia comunitaria a la justicia española. Exigía la nulidad del juicio, la puesta en libertad de Junqueras. Y reclamaba a Sánchez que le pegara un espadazo a la separación de poderes, de tal manera que la Abogacía del Estado debe pronunciarse ahora en sintonía editorial con el chantajismo de Esquerra.

Junqueras aprieta el cilicio de Sánchez, necesita demostrar a la grey soberanista que el pacto de investidura proporciona a la “causa” y al destino una oportunidad histórica, tanto por la fragilidad del jefe del Gobierno como por la mediación partidaria de Iglesias. Es más, el acuerdo de Madrid, expuesto a los últimos pormenores del soborno, podría predisponer una suerte de tripartito en Cataluña -PSC, ERC, Comuns– en caso de celebrarse nuevos comicios, aunque la audacia pontificia de Oriol Junqueras se expone a un escarmiento doble.

De tal manera que la Abogacía del Estado debe pronunciarse ahora en sintonía editorial con el chantajismo de Esquerra

El primero se lo puede cobrar Pedro Sánchez una vez investido. Ya sabemos los problemas de amnesia que padece el líder socialista. Y conocemos el valor de su palabra. Una vez ungido presidente, no habrá manera de evacuarlo de la Moncloa ni modo de reclamarle el cumplimiento de los acuerdos. Sánchez podría agotar la legislatura con otras aritméticas. O sería capaz de agotar cuatro años reanimando los Presupuestos de Cristóbal Montoro.

El segundo escarmiento que amenaza a Junqueras es el que le ha preparado Puigdemont, ahora que lleva puesta la capa de eurodiputado. Se trata de vengar política y electoralmente la promiscuidad con el socialismo mesetario. Torra asume su papel de fusible y su docilidad de títere, pero antes de carbonizarse como un contenedor se avendría a organizarle a ERC una crisis de Gobierno con la amenaza e intimidación de las elecciones anticipadas.

El prosaísmo de un reajuste en el Ejecutivo establecería las condiciones de la guerra fría o de la guerra caliente, dependiendo del cinismo con que Junqueras reaccione al desafío. Es la razón por la que Sánchez observa con angustia la ceremonia de investidura. Las posiciones ultras de Esquerra y la versión que Aragonés hizo sobre el dictamen europeo tendrían que haber excluido cualquier camino de entendimiento. Pero sigue abierta la vía, permanece verosímil el pacto de la unción. Y si no termina habiéndolo será porque ERC lo descarta, no porque Sánchez vaya a capitular de su “narcicesarismo».