Ignacio Varela-El Confidencial
- El regreso del caudillo de la insurrección sería un serio engorro para Moncloa, con derivaciones conflictivas en varios frentes. Pero para Junqueras y Aragonès, supondría una tragedia política
Hay dos personas en el mundo a quienes la idea de ver a Carles Puigdemont en Barcelona repele más que a Pedro Sánchez: son Oriol Junqueras y Pere Aragonès. El regreso del caudillo de la insurrección sería un serio engorro para Moncloa, con derivaciones conflictivas en varios frentes. Pero para Junqueras y Aragonès, supondría una tragedia política y —sobre todo para el primero— también personal.
Por el contrario, el aterrizaje del fugado en El Prat suministraría a Pablo Casado gasolina para muchos miércoles en el Congreso y un pretexto para seguir mesándose los cabellos ante las felonías del sanchismo en lugar de ponerse de una vez a la tarea de construir una alternativa de poder seria y efectiva.
Puigdemont es la pieza suelta más peligrosa en el espeso entramado de intercambios cómplices cocinado durante meses entre Moncloa y Lledoners. El objetivo del guiso no es encontrar la milagrosa ‘solución política’ para el problema de Cataluña, que ambas partes conocen imposible (y probablemente, hasta indeseable para sus ambiciones). Una cosa es avituallar de pienso argumental a los apaciguadores vocacionales de uno y otro lado y otra que Sánchez, Iceta y Junqueras crean realmente en la mandanga de que de estos indultos nacerá un vergel de concordia y convivencia. De hecho, la certeza recíprocamente asumida de la traición venidera cimenta su actual sindicación de intereses.
Las dos piezas escritas más relevantes del contrato indultante son la ‘Carta a los efesios’ de Junqueras y el expediente —reservado, pero oportunamente filtrado— en el que el Gobierno justifica la liberación del Mandela secesionista. Ambos textos fueron negociados hasta la última coma, como se pactó su difusión a través de medios adictos. Y en ambos, el intercambio de obsequios y concesiones viene entreverado de amenazas implícitas. Lo que toda la vida fue hacer negocios con un bulto asomando por la sobaquera.
En la negociación para la investidura de Aragonès, Puigdemont puso sobre la mesa un reparto de papeles en que el burócrata de ERC y su Govern se ocuparían de la gestión autonómica —mayormente, el trasiego de euros hacia Cataluña al modo peneuvista— y él ejercería como patriarca y sumo sacerdote de la república catalana, liderando el segundo ‘procés’ hasta la tierra prometida de la autodeterminación.
Junqueras comprendió inmediatamente el esquema y lo compró, pero con una variante trascendental: sería él, y no Puigdemont, quien desempeñara el rol patriarcal y la conducción política y espiritual de la grey independentista. Para ello, necesitaba dos cosas: que Sánchez lo saque de la trena ensalzándolo como interlocutor privilegiado (“su peso en el devenir de las relaciones entre España y Cataluña resulta indiscutible”, dice literalmente el escribano Campo en el expediente filtrado), y que Puigdemont se quede para siempre en Waterloo o en donde le dé la gana, siempre que sea lejos de Cataluña. Lo primero está cumplimentado, lo segundo es más difícil.
Inutilizar punitivamente la sedición en el Código Penal se concibió como plan de reserva para producir el mismo resultado que los indultos en el caso de que el Supremo los anulara. Pero de ninguna manera debería servir, en el ánimo de los contratantes, para animar a Puigdemont a plantarse en Barcelona y reclamar para sí el trono del Movimiento Nacional. Por eso decidieron, de común acuerdo, meter la reforma en el congelador por el momento.
Un vaticanista siempre ve más lejos que un pillo de arrabal. Sánchez comenzará muy pronto a comprobar que el retroceso de su disparo será mucho más potente —y peligroso— de lo que calculó. Al sustentar el indulto a los cabecillas del golpe del 17 presentándolos no como delincuentes sino como adalides del diálogo y la concordia y referentes políticos imprescindibles (incluso por encima de los actuales ocupantes de la Generalitat), al reconocerles de hecho la condición de presos políticos y víctimas de la represión, no solo ha herido gravemente la democracia española, capaz de encarcelar injustamente a gente tan honorable. Además, ha puesto en circulación a nueve apóstoles de la independencia, nimbados por la doble condición de mártires y héroes: mártires por su paso por las cárceles del Estado opresor y héroes por derrotarlo.
A partir de ahora, el independentismo dispone de un santoral enriquecido. Nueve símbolos vivientes de la resistencia, que encabezarán el aparato ceremonial de la larga marcha hacia la autodeterminación. Serán los Padres Fundadores de la república catalana; si se pudiera, se esculpirían sus figuras en Montjuic, como un Monte Rushmore mirando al Mediterráneo. Serán un potente elemento de movilización y adoctrinamiento: ocuparán cientos de horas en la televisión del régimen, los pasearán por colegios y universidades, serán recibidos con honores en el palco del Barça, en los dos palacios de la plaza de Sant Jaume y en el Parlament de Cataluña (citados por orden de prevalencia). En todos esos lugares, los ‘mossos’ les rendirán honores. En todos ellos, su discurso no será precisamente un canto a la concordia, y mucho menos a los valores constitucionales. Más bien lo contrario.
El 11 de septiembre se celebrará la Diada, últimamente marchitada. Entre la caída de las mascarillas y la liberación de los presos políticos, la manifestación volverá a ser tan masiva y agresiva como las de los mejores tiempos del ‘procés’. En la primera fila, portando la pancarta (‘Amnistía, referéndum, Freedom for Catalonia’), desfilarán los nueve apóstoles encabezados por el profeta Junqueras.
Para que todo eso suceda, es necesario que Puigdemont se quede en su mansión de Waterloo, ejerciendo como hasta ahora de eficaz embajador plenipotenciario de la república catalana ante las instituciones europeas y trabajando, codo con codo con el Gobierno de Sánchez, por una sentencia del Tribunal de Estrasburgo que condene a la Justicia española.
Mientras, durante los próximos meses, en los despachos madrileños y en los medios del oficialismo empezaremos a oír hablar, cada vez con más intensidad, del artículo 92 de la Constitución. Cuando Iceta lo mencione públicamente, sabremos que todo está listo para una nueva fase de la ‘operación Concordia’.