JORGE DE ESTEBAN-El Mundo
El autor repasa todo lo que ha rodeado la consulta del 1-O. Cree que el Govern ha sido irresponsable pero también incompetente. Y alerta de que el Gobierno de Rajoy quedará a la misma altura si no aplica el 155.
LAS COSAS están así: una verdadera, pero falsa, Declaración Unilateral de Independencia que se halla en estado latente y una engañosa aplicación del artículo 155 de la Constitución. Esto es, el Gobierno parece que aplica, como respuesta a ese desafío, el artículo 155, pero lo hace de tal manera que no es extraño que quede en agua de borrajas. Primero, porque, después de lo visto, es absurdo preguntar a Puigdemont si realmente declaró la independencia. En caso de que diga que no o de que no conteste antes del día 19, el Gobierno aplicará el 155. Pero es público y notorio que Rajoy, su Gobierno y el PSOE estarían encantados si dijera que ha sido un mal entendido y que, por consiguiente, se vuelve a la legalidad –¿pero a cuál?–, porque nadie tiene interés en adentrarse en las complejidades del artículo.
Si no fuese porque todo lo que está sucediendo en Cataluña puede acabar trágicamente, habría motivos para decir que asistimos a una revolución marxiana, digo marxiana y no marxista, es decir, inspirada en los hermanos Marx. En efecto, todas las actuaciones últimas de Puigdemont, rematadas por el documento que firmaron la noche del martes los representantes de los separatistas, recuerdan curiosamente a aquellas escenas delirantes «de la parte contratante de la primera parte» en la película Una noche en la ópera.
Sea como fuere, lo primero que hay que decir con claridad es que, al margen de los cuatro delitos que se atribuyen al presidente Puigdemont, lo más grave de su actividad como político es que es un incompetente o, si se prefiere, un irresponsable, por haber metido a Cataluña en un imbroglio de tamaño colosal. La causa inmediata ha sido, obviamente, querer conseguir la independencia de Cataluña de forma ingenua e ilegal.
Veamos primero la faceta ingenua. Cuando en un país de 500 años de existencia –una de las primeras potencias mundiales durante un siglo– quiere apoyarse únicamente en la mitad de los electores catalanes, ya que al menos la otra mitad quiere seguir siendo española, está negando el concepto de democracia, en la que no vale el empate como en el fútbol. En segundo lugar, intentar independizarse con el apoyo internacional de Corea del Norte y de otros países tan prestigiosos produce una cierta hilaridad. En tercer lugar, como ha dicho el reconocido catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Roma, Matt Qvortrup, si no cuentas con el apoyo de al menos tres de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, más vale que te dediques a cultivar cacahuetes. Es más: un catalán de origen como es Manuel Valls, ex primer ministro de Francia, ha afirmado que la independencia de Cataluña sería como abrir la caja de Pandora en Europa; es decir, con consecuencias imprevisibles para otras muchas regiones. Y, por último, raya en la bobería pensar que una Cataluña independiente sería admitida en Europa para asegurarse el paraguas que ahora tiene con España, pero que luego perdería.
Vayamos ahora a la ilegalidad del pseudoreferéndum del 1 de octubre, que confirma aún más la incompetencia de Puigdemont y sus adláteres, especialmente su vicepresidente. El Estado de derecho, en su significado más elemental, no es otra cosa sino la necesidad de que los que deben aplicar la ley, como los que tienen que cumplirla, se obligan a respetar el pacto político necesario sin el cual no hay una convivencia en paz. De ahí que aquéllos que, de forma unilateral, dejan de cumplir las normas que hasta entonces les habían beneficiado, lo que están haciendo es romper el pacto fundacional político y situarse fuera de la ley. Por consiguiente, abandonar un orden jurídico estable para ir creando un orden nuevo a salto de mata es la negación de lo que significa el Derecho, cuyo primer mandamiento es garantizar la seguridad jurídica, basada en la transparencia y en la previsibilidad. Sin seguridad jurídica no es posible que haya mercado y sin mercado no hay progreso económico, pues, como dice López Burniol, «a medio y largo plazo, el incumplimiento de la ley cuesta muy caro».
Supongo que los incompetentes que quieren empobrecer Cataluña se habrán dado cuenta ya, ante la huida de los grandes bancos y empresas. Pero en lo que su incompetencia es todavía más clara es en haber organizado un referéndum declarado ilegal por el Tribunal Constitucional y la Junta Electoral Central. Por cierto, que gran parte de la responsabilidad del bochornoso acto del pasado martes, junto al sabotaje jurídico que perpetró la mayoría nacionalista en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre, deriva del presidente Rajoy, que no hizo muchos esfuerzos para evitar todo esto, lo que contrasta con el buen discurso que pronunció el pasado miércoles en el Congreso y que debía haber realizado antes del 1 de octubre, con lo que hubiese abierto los ojos a muchos.
Pero volvamos al referéndum fraudulento convocado irresponsablemente por los dirigentes nacionalistas. Se admite generalmente que para que un referéndum sea válido es necesario que concurran, al menos, tres condiciones: que la pregunta sea clara y sencilla; que respete la legalidad vigente, la libertad del voto y la imparcialidad de la campaña; y, por último, que el recuento se base en la exactitud numérica. Veamos, rápidamente, salvo el primero, que más o menos fue correcto, los otros dos requisitos.
En cuanto a la legalidad, el falso referéndum de 1 de octubre no respetaba ni la española ni la propiamente democrática. En efecto, el citado internacionalista Qvortrup, afirma que la convocatoria fue «ilegal, además de un error político sin acuerdo previo, porque esos referendos empeoran las cosas». Y, añade, «tal vez el referéndum no quepa en la Constitución, pero si el independentismo obtuviera al fin un apoyo claro en las elecciones, como mínimo un 60 % de votos, entonces el Estado debería negociar». Porque, a pesar de las bobadas que repiten los nacionalistas catalanes, este autor, como ya dijo también aquí la catedrática Araceli Mangas, Cataluña, según las leyes internacionales, no tiene derecho a la autodeterminación. Sin embargo, si obtuviera esa mayoría clara en las elecciones autonómicas, podría negociar y pactar con el Estado. Pero, en cualquier caso, advierte también el autor citado, «la democracia no es ninguna utopía, sino solo un sistema de acuerdos para regular conflictos, aunque tiene sus límites». Por ejemplo, «llevar al extremo el derecho a la autodeterminación haría que cada comarca o ciudad acabaran reclamando su independencia y, al final, hasta cada barrio, especialmente los más ricos, que sostienen con sus impuestos a los más pobres».
LA CAMPAÑA previa al referéndum ilegal fue abusivamente a favor del sí, utilizando todos los medios de que disponía la Generalitat para convertirlo en un plebiscito que comportó que la gran mayoría de los partidarios del no se quedasen en su casa. Es más: no hubo libertad de voto desde que el Gobierno de Madrid dijo que no permitiría el referéndum por ser ilegal, aunque después la traición de la policía autonómica contribuyó a que el referéndum fuese legal para unos e ilegal para otros.
El tercer requisito señalado para la validez es que en el recuento se exija una exactitud matemática. En este caso, la cuestión es tan escandalosa que parece que se inspiraron en algún país africano para el escrutinio. Según se acaba de conocer, Joan Manuel Tresserras, de ERC, uno de los estrategas del procés, dijo, según grabaciones de la Guardia Civil, que habría que inflar los resultados para que se llegase por lo menos a los tres millones de votantes, cuando ni siquiera votó la mitad.
Aunque Rajoy, delante de Trump, dijo que el referéndum no se podía celebrar porque no había censo, ni urnas, ni papeletas, la realidad es que aparecieron las urnas chinas, algunas embarazadas, porque llegaban ya llenas a los colegios electorales, como ocurre en las elecciones de Camerún. Además, se creó sobre la marcha el Colegio único para que quienes quisieran pudieran votar varias veces en diferentes colegios. Y, por supuesto, el recuento se hizo sin interventores de la oposición. El portavoz del Govern, con un gran sentido del humor, dio una cifra, incluso con decimales, del resultado de las votaciones. Pero, como he dicho, la exactitud numérica en los resultados es un requisito sin el cual no vale ningún referéndum. El de Quebec de 1995 lo perdieron los separatistas únicamente por 55.000 votos, lo que aquí no habría sucedido con los estrategas que cuentan los independentistas.
En resumidas cuentas, proclamar la independencia de Cataluña basándose en un referéndum ilegal, según una ley suspendida por el Tribunal Constitucional y con unos resultados fraudulentos, es una broma de mal gusto. Pero encima si el Gobierno no aplica el artículo 155 para acabar con esta farsa de una vez, los dos Gobiernos, el de Madrid y el de Barcelona, estarían a la misma altura y nadie puede predecir lo que sucederá en España ante tanta incompetencia.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.