El chantaje al que los radicales de la CUP sometieron a Artur Mas después de las elecciones autonómicas del pasado año, que desembocó en la renuncia del ex presidente catalán, ya fue una demostración de fuerza de este partido sobre Junts pel Sí. Puigdemont fue elegido después president gracias al apoyo de los diputados de la CUP. Y el precio de este respaldo ya ha tenido efectos nefastos para la gobernabilidad en Cataluña. No sólo porque ha radicalizado aún más el discurso soberanista de la Generalitat, sino porque el propio Puigdemont se vio obligado en septiembre pasado a someterse a una cuestión de confianza ante la negativa de la CUP a apoyar los Presupuestos para 2017.
En este contexto hay que enmarcar la enésima crisis entre el Govern y los cupaires, después de que los Mossos d’Esquadra detuvieran a tres independentistas que se negaron a declarar ante el juez por quemar fotos de Felipe VI durante la Diada. A estas detenciones se sumaron ayer otras dos a cargo de la Policía. En señal de protesta, varios diputados de la CUP rompieron fotografías del Rey en el Parlament –un gesto simbólico pero revelador de su falta de respeto– e incluso llegaron a pedir la dimisión o la destitución del conseller de Interior.
En este caso, fueron los Mossos, sin previa denuncia, los que decidieron poner en conocimiento de la Justicia la quema de fotos del Monarca. Pero, con independencia de su actuación de oficio, huelga decir que los efectivos de la Policía catalana están obligados a ejercer como policía judicial cuando se les requiere –tal como hizo la Audiencia Nacional–. Los cinco miembros de la CUP detenidos quedaron ayer en libertad sin medidas cautelares. Pero, políticamente, lo relevante ya no es que un partido que ha hecho de la unilateralidad y la desobediencia su bandera ponga el grito en el cielo por el hecho de que los Mossos cumplan con su obligación. Lo grave es que este mismo partido exija dimisiones en el Govern, como si el responsable de Interior se hubiera extralimitado en sus funciones o hubiese actuado irregularmente. Esta posición certifica el precio que Convergència y ERC decidieron pagar cuando pusieron su Gobierno en manos de una formación que aspira a desbordar el marco legal de la Constitución y no reconoce a los tribunales del Estado.
El problema de Puigdemont, por tanto, no radica en el comportamiento de los Mossos, sino en el avispero soberanista en el que permanece atrapada su formación. Fue Convergència, primero con Mas y luego con Puigdemont, el partido que decidió sustituir su tradicional vía pactista por la creación de un bloque secesionista. Los convergentes retuvieron la Presidencia de la Generalitat, pero a cambio de quedar como rehén de ERC y la CUP, dos formaciones genuinamente asociadas a la izquierda y el separatismo; es decir, justo lo contrario a lo que siempre había preconizado la desaparecida CiU.
La actitud desafiante de la CUP supone una burla constante a las autoridades del Estado. Pero, sobre todo, refleja la debilidad del Gobierno de Puigdemont. Esto explica no sólo la deriva del Ejecutivo catalán, sino la radicalidad en los planteamientos de una hoja de ruta que vuelve a incluir la amenaza de un referéndum independentista para el próximo otoño. El Gobierno acierta al reforzar tanto el diálogo con la Generalitat como los canales de comunicación con un amplio espectro de la sociedad civil catalana. Pero cabe tener en cuenta que cualquier solución a este atolladero político exige que el soberanismo abandone su amenaza de quebrantar la legalidad. Será complicado, por no decir imposible, que esto ocurra mientras la Generalitat siga condicionada por el furor extremista de la CUP.