ABC 20/04/16
EDITORIAL
· Todo en el presidente catalán es de un tacticismo insoportable, y su viaje de hoy a Madrid tiene como única finalidad reclamar más financiación. Por eso ha rectificado
CIEN días después de haber sido designado in extremis presidente de la Generalitat catalana, Carles Puigdemont acude hoy por fin a La Moncloa para mantener su primera reunión con Mariano Rajoy. Esta cita es bienvenida, pero objetivamente llega tarde. Está más condicionada por las urgentes necesidades de un Gobierno catalán en quiebra que por la natural cortesía que debió imperar desde un primer momento. Pero Puigdemont nunca quiso tener esa corrección. De hecho, se vio antes con Sánchez, Iglesias y Rivera, y fue innecesariamente agresivo porque siempre creyó que el Ejecutivo del PP estaba amortizado. Esperaba ansioso el momento de encontrarse con el líder socialista, ya como presidente, para plantearle su guión de exigencias. Hoy, el jefe del gobierno catalán ha cambiado de punto de vista acuciado por las cuentas autonómicas. Sencillamente, el sucesor de Artur Mas ha rectificado para pedir más financiación pese a mantener abierto su desafío secesionista. Es cierto que días atrás descartó la independencia unilateral a corto plazo, y tachó de «falsa» la idea de que «España nos roba». Sin embargo, ayer volvió a las andadas y sostuvo que su empeño será dejar a Cataluña «a las puertas de un Estado propio». No hay en el nuevo Ejecutivo autonómico ni un atisbo de autocrítica para reconocer el error en que incurre pretendiendo separarse de España. Todo en Puigdemont es de un oportunismo tacticista insoportable, y su viaje a Madrid se resume en una palabra: dinero.
Puigdemont quiere ofrecer un perfil muy distinto al de Mas bajo una apariencia formal de «diálogo, negociación y acuerdo». Pero, desde la perspectiva de la más estricta legalidad, poco hay que dialogar con quien quiere imponer la vulneración de las normas y la fractura del espíritu constitucional como argumentos para satisfacer obsesiones identitarias. Puigdemont debe ser consciente de la realidad: preside una autonomía en bancarrota en la que no hay una mayoría independentista. Además, su vicepresidente va pidiendo dinero a hurtadillas por los aeropuertos, y lleva tres meses en el cargo sin haber aprobado una sola ley. Por si fuera poco, no hace nada por cerrar una fractura social como la que se ha producido en Cataluña, imposible de entender en una democracia sólida.
Puigdemont tiene mucha tarea por delante antes que promover un absurdo separatista que de ningún modo podrá producirse. Si no retoma la senda de la lógica institucional ni el rumbo de la historia en estos tiempos de globalización, Puigdemont no tardará mucho en acabar como Mas. Con su partido destrozado, apartado por sus propios amigos, sin crédito político y con Cataluña en números rojos pendiente de un eterno rescate. A manos del resto de España, por supuesto.