- Será preciso, ese día, que los políticos españoles se avengan a primar Estado y nación por encima de partido y sueldo: que apuntalen lo que pueda aún ser salvado, que reconstruyan lo que pueda sostenerse
Elección tras elección, el callejón sin salida se repite. Seguirá haciéndolo. Da igual que las urnas vayan, como las de ayer, de una trivial administración regional o que revistan la trascendencia estatal de unas generales. Idéntico es el dibujo que vuelve siempre: una España partida en dos. Sin capacidad para salir de la parálisis que tetaniza cada mínimo engranaje del Estado.
La línea de cesura pasa por distintos ejes: «izquierda / derecha», en las elecciones al parlamento español; «independentismo / constitucionalismo», en las que arman los parlamentos regionales del País Vasco y Cataluña. Pero siempre con la misma lógica: la del reparto de los votantes en dos bloques inconciliables, cada uno de los cuales suma el casi aritmético 50 % de los escaños.
Y, si la línea de cesura varía –izquierda/derecha en un caso, constitucionalismo/independentismo en el otro–, idéntica es su anacronía. Es eso lo que más debiera alarmarnos: la confrontación casi bélica de izquierda y derecha, de centralismo y nacionalismo, calca milimétricamente las colisiones en la España de los años treinta. En esta sociedad nuestra, cuyas dinámicas y cuyos intereses tan ajenos son a los de hace un siglo. Un anacronismo así sólo puede desembocar en la parálisis total del Estado. En la frontera de la cual trasteamos, como danza un loco al borde del precipicio.
Nadie podrá administrar establemente la región catalana con los resultados de anoche: lo único claro es que ningún bloque alcanza la mayoría absoluta de 68 escaños. Nadie podrá tampoco administrar la nación española a partir del día en el que Puigdemont decida tumbar a Sánchez en el parlamento: lo cual sucederá en el instante mismo en el que Sánchez no ordene a Illa reponer a Puigdemont como presidente de Cataluña. El bloqueo se ha ido atenuando sólo mediante efímeros alivios de compra-venta entre quienes gestionan los escaños. Y lo comprable –y lo vendible– se agota. Queda un juego de tahúres que se estudian mutuamente antes del último reparto. Las navajas están abiertas bajo la mesa. Es la única incógnita, el postrer lance entre fulleros: ¿quién tirará de cachicuerna primero?
Podemos seguir así. Indefinidamente. Hasta pudrirnos. En este odio, que se escucha latir con un tensado pulso de fiera al acecho. Naufragar, también, en la ruina: esa que sigue de cerca a los bloqueos institucionales. O bien, podríamos –aunque tan pocos quieran hoy entenderlo– jugar al mismo juego de cualquier país europeo: constatar que «izquierda» y «derecha» son sólo etiquetas electorales sin contenido material alguno y aprender que se puede –¿debe?– prescindir de ellas en situaciones críticas; cuando sólo una gran coalición de gobierno puede sacar a la nación de la estacada. De una estacada en la cual zozobra España. Toda.
No soy tan ingenuo como para ignorar que algo tan idiota como una vanidad personal puede poner obstáculo insalvable a tal reconfiguración. Esa vanidad narcísica tiene el nombre del presidente del gobierno. Volatinero cuyos retozos ponen en grave riesgo la supervivencia nacional, Pedro Sánchez gobierna en minoría, pagando sus deudas «al contado» (Puigdemont dixit) en moneda de indultos, revisiones del código penal, amnistías a golpistas, apremios a la fiscalía, intimidaciones a los jueces, amenazas a la prensa, garantía de impunidad a parientes y amigos… A la vista de los resultados de anoche, ¿ordenará Sánchez a Illa que facilite la «restitución» de Puigdemont en la presidencia catalana? Nada que venga de Sánchez podrá sorprendernos.
Pero, un día –tal vez no tan lejano–, el volatinero se estrellará contra la ciudadela que sus aliados más pícaros han venido levantando a sus expensas. Cuando Puigdemont decida cortar las cuerdas de su marioneta en la Moncloa, España se asomará al abismo que aún no parecemos haber calibrado: el de una nación cuyo colapso está en curso. Será preciso, ese día, que los políticos españoles se avengan a primar Estado y nación por encima de partido y sueldo: que apuntalen lo que pueda aún ser salvado, que reconstruyan lo que pueda sostenerse. Y que partan de cero para constituir un país que no siga clausurado en aquella barbarie española de los años treinta, sobre la cual se erigen aún hoy nuestras grandes retóricas electorales. No es ésa la tarea de un partido u otro. Lo es de todos. Y lo sería igualmente su fracaso.
No, no es política. Es la exigencia moral de vivir en el presente: cortar aquella madeja de leyendas que pudrió un siglo en la historia de España. Y que nos sigue pudriendo. Como anoche.