José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Los que lamentan la judicialización y la crispación olvidan que Sánchez tumbó a Rajoy por una sentencia y que la policía judicial radiografió a Pujol
No hay que judicializar la política. Cierto, y en la medida de lo posible. No hay que politizar la policía. Cierto, y en la medida de lo posible. Hay que evitar la crispación en una democracia participativa y de deliberación. Cierto, en la medida de lo posible. Sin embargo, esa arcadia política no existe ni en España ni en ningún Estado de derecho occidental.
Échenle un ojo a EEUU. Allí, la oposición, cuando el presidente se pone a tiro, le endosa un procedimiento de ‘impeachment‘. Así le sucedió a Clinton, y muy recientemente a Trump. El Senado en 2014 acordó por mayoría demandar ante los tribunales a Barack Obama por una decisión meramente política. Échenle otro ojo al Reino Unido y observarán que cuando Boris Johnson chapó el Parlamento de Westminster el Tribunal Supremo (septiembre de 2019) le obligó a reabrirlo. ¿Miramos Brasil y lo que les ha sucedido a Lula da Silva y Dilma Rousseff? Eludo, para abreviar, lo que ocurre en otros países, como, por ejemplo, Italia.
Diferir a los jueces y magistrados la resolución de asuntos que disponen de una doble naturaleza —jurídica y política— no solo es normal sino que es perfectamente democrático. Existe una expresión anglosajona,’lawfare’, contracción de las palabras inglesas ‘law’ (ley) y ‘warfare’ (guerra) que alude a la estrategia jurídico-judicial contra el adversario político utilizando de forma torticera procedimientos ante los tribunales. Es un recurso de baja calidad democrática que abunda en muchas democracias y que corresponde evitar también a los propios jueces mediante los varios y efectivos mecanismos procesales a su disposición. Habría pues que discernir entre el uso y el abuso de los tribunales.
Se ha olvidado también la famosa interrogante —retórica, desde luego— de Jordi Pujol, defraudador fiscal confeso, cuando en Antena 3 TV (septiembre de 2014) exclamó a modo de pregunta: “¿Y qué coño es eso de la UDEF?”. El que fuera ‘muy honorable’ ya sabía que ese acrónimo respondía a la denominación de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal integrada en la Comisaría de Policía Judicial. Podía haber preguntado también “¿y qué coño es la UCO?”, y la respuesta sería idéntica: la Unidad Central Operativa, órgano central de la Policía Judicial de la Guardia Civil. Ambas unidades están sometidas a la confidencialidad de las averiguaciones que los jueces y magistrados les encomiendan y de los que dependen. Así lo establece expresamente el Real Decreto 769/1987 de 19 de junio, en desarrollo del artículo 126 de la CE.
Si este Gobierno se duele del informe solicitado a la Guardia Civil, en funciones de policía judicial, por la magistrada Rodríguez-Medel para instruir una denuncia contra cargos públicos en el llamado caso 8-M, también se dolió el Gobierno del PP de cómo la policía judicial trasladaba informes a los instructores que más parecían actas de acusación. Y unas veces los jueces y magistrados dan verosimilitud y certeza a las averiguaciones policiales y otras pasan de ellas, y siempre deben dictar en conciencia sus resoluciones. En este caso, que no parece tenga recorrido criminal, sucederá lo mismo.
Está fuera de cualquier registro legal y democrático que los mandos profesionales o las autoridades políticas requieran información confidencial a sus subordinados cuando desempeñan, bajo confidencialidad, funciones de policía judicial. Por eso, actuó correctamente Pérez de los Cobos y mal el ministro, que redobló su desprestigio al pretender que se creyera la inverosímil tesis de que no destituyó al coronel precisamente por cumplir con el deber de reserva. Ahí perdió el responsable de Interior la “confianza” en el mando de la Guardia Civil. No puede reconocerlo porque sería tanto como atribuirse un comportamiento impropio, posiblemente ilegal.
A mayor abundamiento, desde el 19 de septiembre del año pasado, el Tribunal Supremo (Sala Tercera) ha dispuesto que los ceses de los funcionarios de carrera por ‘pérdida de confianza’ deben obligadamente motivarse. De tal manera que Pérez de los Cobos —como ha hecho el también destituido coronel Sánchez Corbí— podría reclamar de los tribunales que la autoridad que le cesó razone su decisión. Y eso no es una manifestación de la torticera ‘lawfare’: consiste en llevar a la práctica el amparo judicial que la Constitución española reconoce a todos los ciudadanos en su artículo 24.1.
El Gobierno pretende elaborar la narrativa de que la policía judicial, los jueces, la Guardia Civil, la oposición y los medios que no le son afectos forman parte de una suerte de conspiración poco menos que “golpista” para “tumbarlo”. La Abogacía del Estado llega a denunciar, con una hipérbole que desmiente el rigor del funcionario firmante del escrito, una “causa general” contra el Ejecutivo. ¿Habrá que desempolvar la instrucción por Grande-Marlaska del caso Faisán cuando ejercía de juez sustituto de Baltasar Garzón en la Audiencia Nacional?
La Moncloa puede hacerse tantas cuantas trampas dialécticas quiera en su particular solitario, pero si hay que debatir sobre la judicialización de la política, de la policía, de la crispación y del manejo del ‘lawfare’, hagámoslo pero con memoria panorámica y efectos retroactivos que alcancen al menos a cuando Jordi Pujol se hizo la famosa pregunta sobre la policía judicial (2014) y Mariano Rajoy, previamente sentado como testigo en una sala de vista, fue censurado en el Congreso con argumentos judiciales y por la detención simultánea de un exministro (2018).