- De las estafas generalizadas del régimen-Sánchez, puede que ésta de las pulseras haya sido la más cruelmente metafórica: el placebo milagroso que pone en deuda eterna con su salvífico chamán a un canceroso. Hasta que muere
Las pulseras telemáticas eran de pega. No servían para que las mujeres no fueran asesinadas. Servían para convencerlas de que el Gobierno velaba por ellas. Frente a las demoníacas fuerzas reaccionarias. Y que sólo la fidelidad de su voto al benefactor Sánchez iba a garantizar a las más vulnerables de ellas, una vida que, de otro modo, quedaría en precario. De las estafas generalizadas del régimen-Sánchez, puede que ésta de las pulseras haya sido la más cruelmente metafórica: el placebo milagroso que pone en deuda eterna con su salvífico chamán a un canceroso. Hasta que muere.
La plena igualdad jurídica y social de las mujeres es quizá la más primordial consecución de las sociedades capitalistas en el siglo veinte. Nada tiene de universal: apenas si el puñado de países que configuran Europa, el semicontinente norte de América, Israel, Japón, Australia y Nueva Zelanda pueden preciarse de haberla consumado. Pocos más. En la patulea de tiranías, en mayor o menor grado atroces, que componen esa criatura de Frankenstein llamada ONU, la mayoría de quienes clasifican a las hembras de su especie en un grado de inferioridad –moral como físico, jurídico como intelectivo– es apabullante.
Y haríamos bien en recordar que sólo dos guerras mundiales forzaron a Europa a avenirse a la inclusión laboral de sus mujeres en aquellos espacios que el desplazamiento de los varones al frente de batalla había vaciado. No fue ninguna decisión política, no sigue siéndolo, la que cedió potestad material y electoral a las mujeres. Fue la necesidad de afrontar las economías bélicas. No se entiende, de otro modo, que hasta después de la segunda guerra mundial las mujeres siguieran careciendo de derecho a voto en la mayor parte del continente. Ni que, hasta el inicio de los años setenta, el porcentaje de mujeres que salían tituladas de las universidades europeas fuera irrisorio: hoy, esa correlación se ha invertido.
Pensábamos, en aquel último tercio del siglo, que la plenitud alcanzada era irreversible. Éramos, sin duda, demasiado optimistas: y el optimismo, en política, conduce necesariamente al desengaño. Los que viven de la política descubrieron muy pronto que la emergencia de una nueva bolsa, poblacionalmente mayoritaria, en el mercado electoral exigía una mercadotecnia a su media. La oferta de los mercaderes fue digna de unos grandes almacenes en temporada de rebajas. Era aquella una oferta, digámoslo, sumamente tentadora: tratar compasivamente a las mujeres. Justo lo que más odioso habían proclamado las grandes feministas, las que impusieron una juridicidad única para el indistinto conjunto legal de los ciudadanos: sin benevolencias ni compasiones.
Pero es difícil resistirse a ciertas formas de soborno: las que, en un solo movimiento, garantizan respetabilidad y beneficio. Lo que, con expresión contradictoria pero de bondad aparente, se definió como «discriminación positiva» abrió una grieta, a través de la cual todas las conquistas que, a lo largo de tres cuartos de siglo, impusieron las mujeres libres vinieron a acabar en el cubo de la basura. ¿Qué quedaba de la primordial lucha por la igualdad laboral, si los criterios de contratación eran determinativamente asociados a las peculiaridades genitales de los candidatos? Nada. ¿Qué queda de la igualdad jurídica cuando el código penal establece penas distintas según el sexo del reo? Menos que nada: un retorno literal a las sociedades estamentales. Aquello en combate con lo cual se alzó la libertad de los modernos.
Decir que esa regresión discriminatoria era «positiva», suponía enunciar un oxímoron –el oxímoron es la figura esencial del discurso político–: se discrimina –en cualquier campo, matemático como físico, moral como político o académico– administrando las negaciones que permiten demarcar a los individuos discriminados. Que se valore eso como «positivo», no es más que un truco retórico. Discriminar un guisante de un garbanzo es establecer las determinaciones que uno «no» posee respecto de las que son propias del otro. Discriminar hembras de varones es encasillarlos en diferente jerarquía. Que a eso se lo califique de estupendo, es algo que encantará a quien se beneficie –económica o electoralmente– de ello. Pero es tan moralmente ofensivo como lo fue –como lo es– aquella marginación que creímos haber enterrado.
El tratamiento conmiserativo –ese insulto que hubiera ofendido a cualquier feminista digna de tal nombre– blinda una «inferioridad» femenina a la cual el Estado habría de prestar socorro mediante legislaciones protectoras. No hay modo más humillante de arrojar a la basura aquella plenitud de potencia y derecho que construyó la lucha de las mujeres durante la segunda mitad del siglo veinte. Y, en política, toda compasión oculta un despotismo. Se «conceden» dones para obtener –remítase el curioso lector al gran Marcel Mauss– dones. Aceptar ese regalo envenenado –pulseras por papeletas, en este caso– es contraer la enfermedad vitalicia de la servidumbre.
Las pulseras protectoras eran de pega. No servían para que las mujeres no fueran asesinadas. Servían para convencerlas de que el gobierno velaba por ellas. Y garantizar que pagasen su vida en votos.