ARCADI ESPADA-El Mundo
Mi liberada:
La desconfianza respecto a la lealtad de Trapero era general en aquel septiembre. Desconfiaba el secretario de Estado, José Antonio Nieto, desconfiaba el coordinador Diego Pérez de los Cobos y desconfiaba, y fue el primero, el fiscal general de Cataluña, Romero de Tejada. La pregunta inmediata es por qué el Estado no actuó antes y de modo contundente ante la convocatoria de referéndum. La seca respuesta es porque no podía. El Gobierno Rajoy había desplazado seis mil policías a Cataluña. No tenía más. Policías capaces de hacer el Dni, sí, pero no policías capaces de exigírselo con grados de amabilidad variable a los ciudadanos. El traslado dejó al orden público español en una situación de fragilidad. Fue una suerte que el mal estuviera concentrado en Cataluña.
La policía autonómica, la parte especializada de sus 16.610 efectivos, era imprescindible. No para evitar el voto en aldeas pirenaicas, sino para reducir esas votaciones a un ejercicio de frikismo autodeterminista. Quizá fuera la imperiosa necesidad la que llevó al Gobierno a creer que, al final, forzados, los mossos cumplirían. Se examinaron vagamente otras opciones. Una fue tomar el control de la policía autonómica. Otra fue el Ejército. La ministra Cospedal llegó a tener un plan esbozado. Pero el Gobierno decidió que si la derrota de ETA se produjo sin usar un soldado, mucho menos iban a usarlos en Cataluña. El descarte absoluto del Ejército fue la causa de los problemas y las burlas del Piolín, el buque donde se alojaron los policías desplazados. El Gobierno no quiso utilizar un buque de la Armada. Prefirió el hacinamiento en un ferry antes que los ecos de la palabra invasión.
La desconfianza tenía fundamento. El 1 de octubre los mossos destinaron a los colegios electorales una dotación simbólica de efectivos que no hizo sino reforzar el carácter institucional de la consulta. La decisión final sobre el dispositivo la acordaron dos hombres: Carles Puigdemont y el mayor Trapero. Antes –en julio– fue necesario que Puigdemont se deshiciera del consejero Jordi Jané y del jefe de la Policía Albert Batlle y los cambiara por dos hombres de paja. El acuerdo incluyó mutuas necesidades. La de Puigdemont: ni un solo mosso debía aparecer cargando contra los votantes. La de Trapero: los Mossos debían cumplir con las instrucciones judiciales que les ordenaban impedir el referéndum. Toda la frenética actividad de Trapero en la última semana de septiembre estuvo destinada a conciliar los aparentes inconciliables. Incluido el teatro de las reuniones entre varios mandos de los Mossos, el presidente Puigdemont y otros miembros de su gobierno. En estas reuniones del 26 y del 28 de septiembre, detalladas en el juicio por Trapero para tratar de demostrar su buena voluntad constitucional, los mandos policiales pidieron la desconvocatoria del referéndum ante la probabilidad de que se produjeran incidentes. Lo cierto es que las reuniones, cuya iniciativa no partió de Trapero sino de otros mandos del cuerpo, encajaron en el plan trazado por el político y el policía: el referéndum no se desconvocaría y la Policía autonómica cumpliría las órdenes judiciales. Las reuniones, que entonces no se conocieron y por tanto no influyeron en la opinión pública, no convirtieron a los mossos en un cuerpo emancipado de la decisión política del Proceso, tal como habría sido si hubiesen alertado del riesgo de un enfrentamiento entre la Policía y los ciudadanos y, por lo tanto, de la urgente necesidad civil de suspender el referéndum.
El dispositivo con el que Trapero pretendía el oxímoron de que se cumpliera la ley y se celebrara el referéndum consistió en enviar una pareja de policías a cada colegio para requisar el material electoral y, en su caso, cerrar las instalaciones. El plan se complementaba con la decisión de Puigdemont de enviar a los colegios el suficiente número de personas comprometidas como para que la acción de los Mossos se redujera a lo protocolario en caso de no utilizar la fuerza. El plan de Trapero, sin embargo, no acabó de prever correctamente dos hechos importantes: la amplia y disciplinada fuerza de la masa congregada ante los colegios y las intervenciones de los antidisturbios estatales, que la Generalidad nunca creyó que pudieran producirse. Uno y otro hecho evidenciaron, quizá con embarazosa claridad para lo que necesitaba la ambigua estrategia de Trapero, la pasividad de los Mossos.
Por el contrario, su plan recibió una inesperada ayuda del auto del 27 de septiembre de la juez Armas. Ciertamente, las primeras líneas de la parte dispositiva ordenaban a las tres Policías impedir el referéndum. Y un funcionario experimentado como Trapero sabe que lo único de un auto que cuenta para un policía es la parte dispositiva, que es además la única que oficialmente se le entrega. Pero la juez advirtió en los fundamentos de derecho que el referéndum debía impedirse sin afectar a «la normal convivencia ciudadana». Sic.
En un escrito enviado al Supremo, del que dio cuenta ayer El País, la juez avala indirectamente la actuación de la Policía y de la Guardia Civil. El hábil abogado Pina había considerado necesario preguntarle si les ordenó el día 1 que «cesaran en su actuación policial». La juez contestó que no dio «orden verbal o escrita» para que «actuaran de forma distinta de la que resulta del auto del 27 de septiembre». Se deduce que la actuación de las fuerzas estatales no merece la censura de la juez, porque se corresponde con lo que ella pidió en su auto. Lo que no se entiende es que, al hilo de lo dicho en el juicio por Trapero y Pérez de los Cobos, la juez no recriminara a Trapero la pasividad de sus fuerzas, en la reunión que mantuvo con los dos jefes policiales al mediodía del 1 de octubre cuando la no actuación de los Mossos era ya manifiesta.
En una frase de la juez Armas basó Trapero la legalidad de su dispositivo antes de que lo procesaran. Cuando encare su juicio en la Audiencia Nacional la conversación mantenida con la juez –y ratificada por el nada sospechoso testimonio de De los Cobos– formará parte de su estrategia de defensa. La juez pudo ordenar el 1 de octubre a Policía y Guardia Civil que cesaran en su fuerza. Lo habrían hecho de inmediato. La pregunta inclemente para ella, en especial a la vista de su último y lacónico escrito conocido, es por qué simétricamente no ordenó a los Mossos que dejaran de actuar «de forma distinta de la que resulta del auto de 27 de septiembre». Entre las peores puñaladas traperas del Proceso están las de la incompetencia. Es injusto que casi todas ellas se proyecten sobre la actuación de los constitucionalistas. La incompetencia también brilló al otro lado. Solo que la convirtió en pálido reflejo el incendio provocado de la deslealtad.
Sigue ciega tu camino.
A.