JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • Los manuales de ciencia política explican que hay dos causas para la inestabilidad de los gobiernos en las democracias: la deslealtad de la oposición y la incorporación al poder de partidos antisistema

Apenas dos días después de que el expresidente de Estados Unidos Jimmy Carter avisara de que el país se encontraba al borde del abismo de un conflicto civil, el actual inquilino de la Casa Blanca acusó a Donald Trump de poner una daga en el cuello de la democracia americana. El puñal en cuestión lo constituyen las acusaciones de fraude electoral en la elección de Joe Biden que, un año después del asalto al Capitolio, siguen siendo sostenidas por una gran mayoría de representantes y seguidores del Partido Republicano.

Las advertencias sobre la debilidad de los regímenes democráticos y las amenazas que continuamente enfrentan son un caldo de cultivo habitual de los analistas y pensadores políticos. Las democracias son sistemas muy jóvenes, minoritarios en el conjunto de las naciones, y en permanente construcción. Basados en el sufragio universal, hace solo poco más de cien años que las mujeres comenzaron a tener el derecho al voto, y no en todos los países. Este es solo un ejemplo del largo camino que nos queda por recorrer en su consolidación, sembrado desde un principio por toda clase de crisis periódicas.

La que ahora padecemos emana sin duda alguna de las consecuencias de la crisis financiera de 2008, que supuso un empobrecimiento económico y un deterioro moral de las clases medias, castigadas por los excesos neoliberales y un capitalismo justamente apodado de salvaje. La globalización, la revolución tecnológica, los movimientos migratorios en un planeta superpoblado y, por último, la pandemia han contribuido a potenciar el descontento social y la distancia entre gobernantes y gobernados. De modo que, en efecto, las democracias están amenazadas, quizá como nunca lo han sido desde la victoria aliada contra el nazismo, primero, y la caída del telón de acero medio siglo más tarde.

Pero el desafío no procede ahora de un enemigo exterior, sino del interior del sistema: la fragmentación partidista; la polarización entre bloques; la ausencia de liderazgo; el populismo rampante; el acoso a una justicia independiente; la desinformación y la mentira. Esta es una descripción no solo de los males que aquejan a Estados Unidos sino a muchas otras democracias, incluida la nuestra. Si no se conjura el riesgo, acabarán por potenciar las soluciones autoritarias, cada vez más admiradas e incluso aplaudidas por las nuevas generaciones.

El que las democracias en general estén amenazadas por el comportamiento de sus propios dirigentes políticos no debe servirnos de consuelo al analizar el caso español. La polarización extrema, la fragmentación y el descontrol que se aprecian en nuestros debates parlamentarios no son tanto consecuencia de una insatisfacción o protesta ciudadana como del comportamiento irresponsable e ineficiente de los partidos centrales. Fundamentales contribuyentes a la creación de nuestro actual sistema político, hoy protagonizan el abandono y hasta el desprecio de sus valores. Podemos sentir, desde luego, el punzón en el cuello del llamado Régimen del 78; lo forman la deslealtad institucional y la vulneración del Estado de Derecho por parte del Gobierno de la Generalitat de Cataluña. Desarticulada la banda terrorista vasca y liquidado en Cortes el plan Ibarretxe para hacer de Euskadi una especie de Estado libre asociado, el secesionismo catalán es el único peligro consistente para la actual estabilidad política española y la solidez de nuestra democracia. Dada la capacidad de poder real y los apoyos con que cuenta dentro y fuera del Estado no sería justo calificarlo de puñal, como Biden hizo respecto a la situación creada por el comportamiento de Trump. Pero hasta un modesto cortaúñas puede utilizarse para seccionar la yugular del régimen. Para desgracia de todos, si eso sucediera los independentistas no conseguirían su ensueño, sino que provocarían el ascenso del ultranacionalismo español, el retorno del centralismo y quién sabe si el fin de nuestras libertades.

Una de las consecuencias de la polarización política americana ha sido su translación a la sociedad civil hasta extremos hasta ahora inimaginables. Pese a que la integración racial fue firmada y rubricada a principios de los años sesenta, los prejuicios racistas perduran en amplias zonas del país a la hora de establecer familias mixtas o comunidades de cualquier género. Ahora, en la América profunda comienzan a generarse también conflictos para los matrimonios interpartidarios (entre republicanos y demócratas) e incluso en el caso de reuniones amistosas. Mediante el agitprop de los medios de comunicación públicos o privados, y el adoctrinamiento en las escuelas, el separatismo gobernante en la Plaza de Sant Jaume ha conseguido igualmente trasladar la polarización política a la convivencia ciudadana. El profesor Juan Linz ya distinguió en su día entre la democracia política y la sociedad democrática, apuntando las imperfecciones de la primera a la hora de conseguir esta. El secesionismo ha logrado ya que las fuerzas políticas y la sociedad catalanas sean menos democráticas. A comenzar por el respeto al cumplimiento de las leyes y la independencia del poder judicial.

Felizmente, eso no se ha producido aún en el resto de España, pese a los esfuerzos inusitados de Pedro Sánchez, Pablo Casado, y sus valedores tertulianos. La polarización política española, aunque basada en circunstancias sociales objetivas, es fundamentalmente fruto del comportamiento de los partidos, dispuestos casi a cualquier cosa con tal de conquistar el poder. La democracia no es un régimen que elimine los conflictos, antes bien los promueve a la busca y en defensa del interés general. Pero su fortaleza reside en la voluntad de llegar a acuerdos mediante el debate y la negociación. Ni el PSOE ni el PP parecen dispuestos a que esto suceda. El “no es no” de Sánchez ha creado escuela en Casado.

Los manuales de ciencia política, en la medida en que la política sea una ciencia, explican que hay dos causas fundamentales para la inestabilidad de los gobiernos en las democracias: la deslealtad de la oposición y la incorporación al poder de partidos antisistema, dispuestos a ocupar el régimen para destruirlo desde dentro. No se puede decir que tengamos una oposición leal cuando sigue pendiente el acuerdo sobre el relevo en el Consejo del Poder Judicial, o cuando se niega abiertamente a votar a favor de una reforma laboral consensuada, que paradójicamente refrenda en gran medida la que el propio Partido Popular propició. Ni es leal el Gobierno a la Constitución y a su propio compromiso democrático cuando insiste en incorporar a su mayoría parlamentaria partidos abiertamente contrarios a la propia existencia del Estado, y que se jactan de su incumplimiento de las leyes sin que el poder ejecutivo central ampare las decisiones de los tribunales ni los derechos de los ciudadanos.

En esta hora de flaquezas, ambiciones y estupideces, sobresale felizmente el único pacto transversal logrado entre las organizaciones sindicales y empresariales. Encarna a la España real, la de la sociedad civil, la que emerge frente al clientelismo, el pasmo y la hipocresía de nuestros líderes. Como en Estados Unidos, la democracia en España está severamente amenazada por quienes tienen o aspiran a ejercer las máximas responsabilidades del poder. Algunos acusan ahora a Biden o a Carter de alarmistas en el diagnóstico. También acusaron a Ortega cuando avisó a los españoles meses antes del advenimiento de la República: “¡Vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!”. No hemos llegado aún a tan temibles circunstancias. Pero no tardaremos en hacerlo si no se acota el desvarío secesionista y no se renueva el pacto constitucional, con sus necesarias reformas, entre los partidos centrales.