Editorial, EL PAÍS, 21/10/11
La democracia ha terminado por triunfar sobre una banda de fanáticos que sembraron el terror
La democracia española ha triunfado contra los fanáticos que, arrogándose una representación que los ciudadanos vascos jamás les concedieron, asesinaron a más de 800 personas. ETA ha anunciado que abandona la violencia, la pesadilla ha terminado.
Los asesinatos de la banda terrorista sumieron en el desconsuelo a miles de hijos condenados a crecer sin el amor y la protección de sus padres, a los que nunca volverían a ver vivos después de un día fatídico en que salieron de sus casas, y violaron, en fin, el elemental derecho, no ya de cualquier ciudadano, sino de cualquier ser humano, a una vida cotidiana y sin miedo. Esa y no otra es la cosecha de los 43 años de historia criminal de ETA; esa y no otra es la responsabilidad que, al margen de la que incumbe a las leyes, han asumido los terroristas ante quienes padecieron su azote y quienes solo el azar libró de padecerlo, pero también ante ellos mismos. Porque son ellos, mejor que nadie, quienes saben que necesitan exhibir un impostado orgullo de patriotas revolucionarios para no verse reflejados cada mañana en el espejo como lo que son, hombres y mujeres con las manos manchadas de sangre.
Aseguran en su comunicado de renuncia al crimen que un tiempo nuevo se ha abierto en Euskadi, y tienen razón. Pero se cuidan mucho de decir que se ha abierto ese tiempo nuevo porque ellos, y solo ellos, han decidido no seguir manteniéndolo cerrado recurriendo a la mayor indignidad en la que ha incurrido desde siempre la violencia que se quiere política, y que consiste en elogiar el mal además de perpetrarlo. Si la democracia española ha triunfado es porque, gracias a su inquebrantable resistencia, ha llevado a los terroristas al punto en el que hoy se encuentran, y es que, como no se atreven a elogiar el mal, tampoco se atreven ya a perpetrarlo. Podrán decir que en estos interminables años de sufrimiento, también la democracia perpetró el mal en contadas ocasiones de furia y extravío. Y es verdad que lo perpetró, para vergüenza de los demócratas. Pero también para su honra, la democracia nunca lo elogió y nunca lo dejó impune, aplicando las mismas leyes, exactamente las mismas, con las que los terroristas eran enjuiciados por sus crímenes.
Crímenes inútiles
El tiempo nuevo que se ha abierto en Euskadi no es resultado de que la democracia se haya acercado a los terroristas, sino de que los terroristas, enfrentados a la inutilidad de sus crímenes, han decidido acogerse a ella. Podían haberlo decidido hace un año, una década, dos décadas o, incluso, más tiempo todavía. Por ejemplo, cuando la frágil democracia que ellos querían poner en jaque, provocando la reacción de los reductos todavía activos del franquismo, tuvo el inmenso coraje de concederles una amnistía completa y de ofrecerles la ocasión de publicar un comunicado exactamente en los mismos términos que el de ayer. Aquel sí era un tiempo verdaderamente nuevo para todos, no como este, que solo lo es para quienes, obstinándose en el crimen durante 30 años más, han terminado por convencerse de que nunca, nunca, conseguirían sus propósitos mediante el terror, y tratan ahora de salvar sus conciencias diciendo que abandonan porque el mundo a su alrededor ha cambiado, no porque ellos han asumido finalmente su derrota ante una democracia que es la misma de entonces, solo que con inconmensurable lastre de dolor.
La conferencia internacional a la que han recurrido los terroristas para solemnizar su final no merece ser enjuiciada, puesto que no ha sido otra cosa que un capítulo de su liturgia para anunciar lo único que, en definitiva, importaba, que es la renuncia al terror. La presencia de personalidades internacionales no pudo ocultar, sin embargo, que en esa ceremonia no se presentaron dos partes para firmar ninguna paz. La supuesta guerra, el supuesto conflicto cuyo final anticipaba era tan solo la guerra, el conflicto de una secta fanática que, entregada a un juego macabro, se erigió en ejército alucinado y se inventó otro enemigo, compuesto de ciudadanos que desarrollaban sus oficios ateniéndose a las leyes democráticas. Si alguna paz se ha firmado con el comunicado de ayer, es la de los terroristas consigo mismos. Y esa paz, tan unilateral como lo fue la supuesta guerra y el supuesto conflicto, no sirve para lo que, en último extremo, pretendían y pretenden los terroristas: para dotar de un sentido a sus crímenes, para convencerse ellos y convencer a quienes hasta ayer podían ser sus víctimas de que tanta muerte y destrucción ha servido para algo.
El mérito de todos
Se acerca una campaña electoral, la primera en la historia de la democracia española en la que los terroristas no estarán presentes. Lo estarán, en cambio, quienes durante todos estos años han defendido idénticas ideas a las que invocaban los terroristas y sin, además, rechazar sus execrables métodos. Si la democracia ha triunfado contra quienes asesinaban y extorsionaban, no hay razones para temer que sucumba a manos de quienes, sin armas, se han plegado a aceptar sus reglas. El triunfo de la democracia española sobre el terrorismo es el mérito de todos. Pero pocos responsables políticos españoles han trabajado más y mejor para arrinconar a ETA que Alfredo Pérez Rubalcaba. En sus cinco años como ministro del Interior, obviamente, pues ha sido la peor y definitiva época para la banda. Pero también en su participación como representante del PSOE en la firma del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo. A partir de ahora es también la responsabilidad de todos hacer que la renuncia de los terroristas sea irreversible, que las instituciones democráticas sigan demostrando su fortaleza y que las víctimas de esta interminable locura no sufran, ahora que la violencia no les acecha, el oprobio que no logró mientras estuvo presente.
El más trágico problema que ha padecido la democracia española ha desaparecido, no porque haya llegado la paz, sino porque una secta de fanáticos ha desistido cuando esperaban que fuera la democracia española la que desistiera. Es la más poderosa razón para el orgullo, pero también para el recuerdo y el duelo por tantos ciudadanos que hoy no pueden contarse entre los que forman un país que quiere enfrentarse a sus muchas dificultades, sabiendo que la discrepancia no se volverá a pagar con la vida.
Editorial, EL PAÍS, 21/10/11