José María Ruiz Soroa-El Correo
Más allá de reacciones puntuales excitadas, las penas aplicadas y la previsible lenidad en su cumplimiento permiten que, si algo de inteligencia política queda en Cataluña, se empiece a pasar página
Por fin, llegó el día: tenemos ya la sentencia del Tribunal Supremo sobre el ‘procés’. Un fallo judicial que, con toda probabilidad, no va a contentar a casi nadie porque las penas aplicadas a los hechos juzgados no son de máximos ni de mínimos. Es una sentencia razonada y razonable, especialmente cuidadosa en su explicación y fundamentación del respeto escrupuloso a los derechos de los acusados (Estrasburgo está al fondo), dictada por unanimidad de siete magistrados de diverso pelaje ideológico (lo que implica inevitablemente un cierto grado de cesión mutua), y que consigue combinar una acusada severidad en sus apreciaciones dialécticas sobre el comportamiento del Govern catalán con una cierta manga ancha a la hora de castigar a sus miembros.
No hubo rebelión en sentido jurídico estricto, que es el del Derecho Penal. Muchos lo anunciamos desde el principio, el Tribunal de Schlesvig-Holstein lo explicó desde su atalaya lejana (y se ganó un coro de improperios, incluso un rencoroso Tribunal Supremo lo pone todavía como chupa de domine), pero ahora lo explica la sentencia: el delito de rebelión exige que haya existido violencia en el alzamiento que persigue la secesión de una región, pero una violencia que sea instrumental, funcional, preordenada y suficiente en su diseño para el triunfo del movimiento. No basta con incidentes violentos ocasionales o episódicos como los del día del referéndum. Así de sencillo y así de claro, en Germania y en Hispania.
A esta consideración sobre la ausencia de un elemento esencial del tipo delictivo de rebelión, que bastaba por sí sola para excluir la aplicación de este concreto delito, la sentencia del Supremo añade una aventurada incursión en un juicio de intenciones: los dirigentes independentistas -dice- sabían perfectamente que el referéndum ilegal no valía jurídicamente ni un pimiento para lograr una independencia efectiva, lo usaban sólo como una palanca para lograr una negociación con Madrid, y engañaron a sus ingenuas multitudes haciéndoles creer que la independencia estaba al caer. De manera que el referéndum no buscaba la desconexión constitucional e independencia, ni la unidad del Estado estuvo en mínimo peligro. Bastaron dos páginas del Boletín Oficial declarando el artículo 155 de la Constitución para terminar con el putsch, nos dice ufano Marchena.
No acabo de entender bien esta añadidura de la sentencia. Mejor dicho, no entiendo a qué viene, No era necesaria para excluir la rebelión y tiene un cierto aroma de burla, a toro pasado claro. En cualquier caso es altamente hipotética y poco convincente. Hay aquí una especie de sobreactuación o exceso de argumentación de los magistrados. El referéndum sí llevaba al final a la independencia, aunque fuera tortuosamente.
Pero vayamos a lo importante: aunque de forma vacilante e incluso con contradicciones llamativas, el Supremo admite que el proceso constituyente secesionista puesto en marcha por los acusados no es por sí mismo delictivo, sino que lo delictivo pueden ser los medios ejecutivos utilizados para llevarlo a cabo: y entiende que en este caso el medio ejecutivo no fue un alzamiento violento (rebelión), sino sólo un alzamiento tumultuario para impedir el cumplimiento del orden jurídico mediante el uso de vías de hecho y de fuerza (sedición). Vamos, que el 20 de septiembre y el 1 de octubre se puso entre paréntesis, en la Conselleria de Economía en un caso, en toda Cataluña en otro, el orden público democrático mediante el empleo de una desobediencia colectiva y tumultuaria que utilizaba la fuerza (pacífica, pero fuerza al final) para oponerse al cumplimiento de órdenes judiciales expresas.
No lo tengo claro, como lo pienso lo digo: la sentencia afirma en un párrafo que al fin y al cabo cualquier desobediencia colectiva y tumultuaria para oponerse por la fuerza a que se cumpla lo legítimamente ordenado por la autoridad… es delito de sedición. Pero entonces habría un delito de sedición al mes en España, por lo menos. La sentada para impedir el desahucio de turno lo sería. Y no dicen eso nuestros juzgados. Pero otras veces dice que la sedición no es sin más una desobediencia aumentada (un plus) sino algo distinto (un aliud), porque es un alzamiento que debe incluir acciones intimidatorias, de amedrentamiento, injuriosas, amenazantes. ¿Las hubo realmente?
En cualquier caso, este aficionado debe reconocer con honestidad dos cosas: que el Supremo sabe de esto más que el que subscribe y que su apreciación no es irrazonable. Y, sobre todo, que en este momento hace más falta que nunca asumir con firmeza que se ha dicho la última palabra (ni el Constitucional ni Estrasburgo van a tocar esta sentencia). Todo conflicto jurídico termina en un momento y un lugar y a éste le ha llegado su fin. La sentencia es, o debe ser, un punto y aparte.
Punto: ha quedado definido el marco jurídico en que el independentismo puede moverse si no quiere terminar en la cárcel. Se ha establecido el suelo jurídico mínimo en el que la política puede funcionar. Eso que los políticos cortos de ideas reclaman tan a menudo como un sonajero: dejen actuar a la política. Sí, actúen, dice el tribunal, pero este es el marco y quien se sale de él entra en otro mundo, el del Derecho Penal. Y es que no hay política posible si no hay un suelo jurídico y ético mínimo.
Aparte: más allá de reacciones puntuales excitadas y del inevitable desahogo verbal de los ‘indepes’, lo cierto es que las penas aplicadas y la previsible lenidad en su cumplimiento (no nos hagamos trampas, también los diputados socialistas Navarro y Oliveró salieron de la cárcel al mes de entrar pese a su condena de nueve años, en Cataluña la pena de prisión es objeto de chalaneo desde siempre) permiten que, si algo de inteligencia política queda en Cataluña, se empiece a pasar página.