JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • Aunque el Constitucional impide que el castellano deje de ser lengua vehicular en la enseñanza, así sucede en Cataluña desde hace decenios

Hace unos pocos días que los socialistas, comandados en este caso por la ministra Isabel Celaá, han acordado con los republicanos independentistas catalanes una enmienda transaccional a la nueva Ley de Educación -que superó el pasado viernes el trámite en la comisión correspondiente del Congreso- en la que se hace desaparecer del texto hasta ahora vigente la mención del castellano como «lengua vehicular» en la enseñanza española. No se trata sino del enésimo caso en que los socialistas -antes también lo hicieron los populares, no crean- ceden ante los nacionalismos dotados de poder parlamentario para poder garantizarse un poco más de tiempo en sus sillones y sus cuentas públicas. Si para ello hay que hacer jirones de la legislación común unitaria, en este caso la educativa, ¡qué le vamos a hacer!

Sucede, sin embargo, que la cuestión del carácter vehicular de la lengua castellana en la enseñanza en cualquier comunidad, Cataluña incluida, es un tema tan manoseado ya que la operación actual adquiere tintes verdaderamente surrealistas. Y me explico.

El nacionalismo catalán intentó ya suprimir la condición de lengua de enseñanza -es decir, lengua en que se imparte la enseñanza, no sólo lengua objeto de enseñanza, que eso significa su condición de «vehicular»- del castellano mediante el artículo 35 del Estatut de 2006. A tal efecto, y como no se atrevían a declararlo así claramente, lo que hicieron fue mencionar sólo al catalán como lengua vehicular guardando silencio sobre el castellano. ¡A ver si cuela, debieron de pensar!

No coló. El Tribunal Constitucional -sentencia del Pleno 31/2010, fundamento 24- hizo una «interpretación conforme» de dicho precepto declarando tajantemente que el artículo 35.1 del Estatuto de Autonomía no era inconstitucional si se interpretaba en el sentido de que con la mención del catalán (como lengua vehicular) no se privaba al castellano de la condición de lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza. Que el catalán no puede ser la única que tenga ese carácter. Que la cooficialidad de las lenguas significa no sólo que ambas son objeto de enseñanza, sino que ambas son medios vehiculares de enseñanza. Y que el catalán puede ser el centro de gravedad del bilingüismo, pero sin que ello pueda determinar la exclusión del castellano como lengua docente.

Es decir, que conforme a la Constitución existe un derecho a la enseñanza en castellano, aunque no uno a la enseñanza sólo en castellano. Igual que tampoco existe un derecho a la enseñanza sólo en catalán. La cooficialidad de las lenguas significa no sólo que ambas son objeto de enseñanza, sino que ambas son medios vehiculares de enseñanza. Esto es hoy doctrina asentada e indiscutible.

Siendo ello así, ¿qué sentido tiene excluir ahora en una ley ordinaria esa condición de vehicularidad? En el plano normativo, ninguna, pues es algo que deriva de la Constitución misma y que ninguna ley puede ya suprimir. ¿Entonces? Parece claro que es sólo un peaje simbólico que se paga a los nacionalistas y que funciona como señal de sumisión. Aunque no valga de nada como texto legal, Celaá hace una genuflexión, y eso cuenta. Las leyes hoy son ante todo operaciones de imagen.

Pero ese simbolismo se transforma en surrealismo cuando se examina el sistema de enseñanza realmente existente en Cataluña y se comprueba que desde hace mucho tiempo, varios decenios, el castellano dejó de ser lengua de enseñanza y es sólo objeto limitado de enseñanza. El sistema catalán sólo permite enseñar en catalán o en cualquier otra lengua extranjera (francés, alemán o inglés), pero nunca, ¡vade retro!, en la lengua cooficial y común española. Esto es un hecho que desafía en su solidez y pervivencia a cualquier sentencia de los tribunales, sean ordinarios o constitucionales. Por un lado va la realidad gobernada y por otro lo que debería ser según la Constitución esa realidad.

De lo cual resulta que, al final, estamos discutiendo de algo que no existe, algo que dejó de ser hace más de veinte años y que no tiene visos de volver a ser diga lo que diga la ley o la Justicia constitucional. Porque si hay algo que funciona en España con seguridad pasmosa es el principio de que «el nacionalismo nunca vuelve». Mi amigo Andoni Unzalu la llama «teoría del tren-cremallera»: puede pararse, nunca caerse. Así que ¿para qué discutimos?