Ignacio Camacho, ABC, 27/5/12
Más grave que la pitada es la actitud complaciente de las autoridades deportivas y políticas y líderes de opinión
BUENO, pues ya está. Los bravucones fuéronse y no hubo nada, salvo la demostración palmaria de su energumenismo jaleado por ciertos responsables (?) públicos y corifeos mediáticos. La agresiva y hostil capital del Estado los recibió con amplia indiferencia, el Príncipe aguantó impasible las ofensas y el pretendido asalto simbólico sobre Madrid se quedó en una desaforada e impune muestra de mala educación que retrata a sus autores y ennoblece a las víctimas de sus insultos. Para tratarse de gente que no quiere ser española fue una exhibición de la más bronca, exaltada españolía, ese gen acalorado y faltón que habita en la más profunda conciencia celtibérica. Se retrataron solos: bárbaros, irrespetuosos, cerriles y contradictorios.
Más grave parece, sin embargo, la actitud complaciente, sumisa o pusilánime de las autoridades deportivas, dirigentes de clubes, representantes políticos y líderes de opinión que han preferido minimizar, cuando no directamente promover, el grosero espectáculo. La coartada de la libertad de expresión ha amparado un ejercicio colectivo de acobardada complicidad con la actitud zafia y bravucona de una masa de fanáticos. La dirigencia pública ha contemporizado entre excusas sin que apenas saliese de ninguna personalidad relevante una condena explícita del acto incívico que supone abuchear los símbolos de la nación española. Antes al contrario, la única muestra de disconformidad expresada por Esperanza Aguirre —disparatada en las medidas propuestas pero cargada de razón en el fondo— fue convertida en provocación que disculpaba el desparrame ofensivo previamente orquestado por una minoría intolerante. Ni los miembros de la nomenclatura autonómica catalana y vasca, ni los directivos y jugadores del Athlétic y del Barça, ni los burócratas de la Federación, ni siquiera los responsables del Gobierno han tenido una palabra de condena o de rechazo a un acto planificado para agraviar a la mayoría de los españoles instrumentalizando un espectáculo deportivo. Lo más que se ha oído decir es que debía respetarse el fútbol. El fútbol, no los sentimientos de millones de ciudadanos representados por el himno nacional objeto de alegre y concienzuda repulsa.
Unos por miedo a la corriente dominante, otros por simpatía interior hacia esta manifestación de nacionalismo agresivo, los más por equivocado temor a inflamar los ánimos, la clase dirigente en su conjunto ha renunciado a la ejemplaridad implícita en sus responsabilidades. Bajo el pretexto de minimizar el incidente han postergado su obligación de señalar la conducta adecuada para ponerse de perfil ante la incómoda ola de populismo combustible. Algunos, muchos tal vez, de haber podido pasar inadvertidos se habrían sumado a la pitada. Ése es el problema. Que al dimitir de las exigencias de su liderazgo los gobernantes acaban pareciéndose a los gobernados.
Ignacio Camacho, ABC, 27/5/12