José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- La ‘Ostpolitik’ alemana ha durado 50 años: una intensa colaboración con la URSS y la Federación Rusa que neutraliza ahora a la primera economía de la UE
El 12 de agosto de 1970 Brandt firmó el Tratado de Moscú que reconocía el status quo territorial europeo y en 1971 recibió el Premio Nobel de la Paz. La agresividad soviética (invasiones de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968, ambas para abortar la incipiente liberalización del régimen comunista) no disuadió la ‘Ostpolitik’ (política oriental) de, primero, la socialdemocracia alemana y, después, de los cristianodemócratas, hasta llegar a Angela Merkel. Los dirigentes alemanes no parecieron alarmarse ante la enorme dureza de Brezhnev, que conceptualizó la “soberanía limitada” para los países satélites de la URSS y que avaló la invasión de Afganistán en 1979. Fue el dirigente soviético interlocutor con Alemania durante muchos años (secretario general del PCUS de 1964 a 1982)
SPD y CDU se entregaron a una colaboración comercial activa con la URSS —Brezhnez visitó Bonn— y luego con la Federación Rusa de Putin, que se tradujo a la postre en una suicida dependencia germana de los suministros energéticos de Gazprom, una enorme empresa gasista con sede en San Petersburgo, con medio millón de empleados y unas ventas que podrían alcanzar los 200.000 millones. Más del 50% del capital de esta compañía pertenece a la Federación Rusa, pero también un porcentaje muy minoritario a firmas alemanas. Esta circunstancia y la intensa colaboración comercial entre los dos países explica que el excanciller del SPD entre 1988 y 2005, Gerhard Schröder, forme parte del consejo de administración de Gazprom, posición de la que no ha dimitido pese al malestar en su país y al escándalo en los que tienen frontera con Rusia y Ucrania.
En 2011, Angela Merkel decretó el ‘apagón nuclear’ de Alemania y, aunque impulsó las energías renovables y se comprometió con la sostenibilidad climática, incrementó la dependencia de su país del gas ruso. El 8 de noviembre de ese año, la canciller inauguró con el entonces presidente ruso Medvédev el gaseoducto Nord Stream 1, ahora en pleno funcionamiento. Y se acordó la construcción del Nord Stream 2, que se ejecutó entre 2018 y 2021, un gaseoducto de 1.200 kilómetros que transportaría gas directamente desde las estepas rusas al norte de Alemania. Estados Unidos —en particular su actual presidente— advirtió a Merkel de que ese suministro era una extraordinaria “arma geoestratégica” en poder de Putin. Ha tenido razón y la infraestructura no ha sido autorizada por el actual canciller, Olaf Scholz.
El giro histórico de la política alemana que a Felipe González le merecía la consideración de “el más importante desde la II Guerra Mundial” (entrevista en este diario el pasado 3 de marzo), ha consistido, en realidad, en acabar con la ‘Ostpolitik’ que inauguró Willy Brandt y establecer las bases de una nueva política de defensa de Alemania en el marco de la OTAN (2% del Presupuesto para las FAS alemanas y un fondo extraordinario de 100.000 millones para reforzarlas y modernizarlas) y dejar de depender de las importaciones energéticas de Rusia, una circunstancia que se fija de forma muy optimista en 2024. Mientras tanto, la principal economía de la Unión Europea depende del gas ruso. Y sin alternativa viable.
El entramado emocional de Alemania después de la II Guerra Mundial con el insoportable legado del nazismo propició que sus dirigentes, además de evitar la militarización estandarizada en los países occidentales, quisieran ofrecer señales inequívocas de que el imperialismo germano era un capítulo cerrado de la historia. Y escogieron el peor de los caminos, antes y después de la caída de la URSS, de modo tal que hasta se hicieron energéticamente tributarios de Moscú.
Pero Putin desde los inicios de este siglo persistió en mostrarse como un aventajado alumno del imperialismo ruso e invadió Georgia (2008), intervino criminalmente en la guerra de Siria (2015) y se anexionó por la fuerza de la península ucraniana de Crimea (2014). Alemania siguió, impasible, con sus proyectos gasísticos conjuntos. Y hasta hoy. O más exactamente hasta el pasado día 27 de febrero, cuando el canciller Scholz anunció en el Bundestag —sin mencionarla— el fin de la ‘Ostpolitik’.
Si Alemania, con la complacencia de los demás países de la UE y de la OTAN, no hubiera desarrollado esa política de colaboración con la URSS y con la Federación Rusa durante los últimos 50 años, ahora el panorama internacional sería completamente distinto. Por eso, Tony Judt sostiene en su obra ‘Posguerra’ que el periodo histórico entre 1945 y 1989 fue, en realidad, solo un paréntesis. La guerra caliente y fría ha regresado y de lo que se trata es de evitar que Putin logre alguno de sus objetivos para, así, remitir un mensaje definitivo a Rusia: nunca más imperialismo expansivo, sea zarista, soviético o idiosincrático del país más extenso de la tierra.
Porque a cuenta de la complacencia y el buenismo occidentales, hemos alimentado el ‘monstruo’ que ahora nos devora en forma de inflación (9,8% en España), déficit desbocado, nuevas migraciones y saltó atrás en las cotas de bienestar alcanzadas. Antes de la invasión, esos males ya apuntaban maneras; después, se han disparado. El Gobierno alemán llamó ayer a rebato para restringir el consumo de energía, advirtió de que la inflación se le va de las manos y de que el crecimiento disminuye a ojos vista. Que miren atrás y verán dónde está el origen de este desastre.