José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Seremos irrelevantes en Europa si seguimos en el ‘excepcionalismo’ español con el exorbitante protagonismo de los radicales de izquierda, de derecha y de los separatistas
Kiev, la capital de Ucrania, ha caído. Era el objetivo de la invasión estalinista de Vladimir Putin. Regresa la guerra fría, aunque con la posmodernidad de hacerlo en 2022, después del paréntesis de un cuarto de siglo, durante el que Moscú se ha empleado en rearmarse y ganar terreno ante la bobaliconería europea instigada por los progres de terciopelo y los partidarios de las autocracias nacionalistas, es decir, por la derecha y la izquierda radicales, mientras languidecían los partidos parteros de la Europa de la postguerra: socialdemócratas y liberales-conservadores cristianos.
Lord Ismay, el primer secretario general de la Organización del Atlántico Norte, afirmó en 1952 que el propósito de la OTAN consistía en «mantener fuera a los rusos, a los norteamericanos dentro y a los alemanes controlados». Aquel objetivo ha cobrado nueva vigencia, con la diferencia de que los alemanes —tras el nazismo hitleriano— se han situado en el lugar adecuado de la historia y, sin embargo, los rusos han persistido en el equivocado del imperialismo estalinista y de la dictadura, intercambiables ambos fenómenos con la significación de la URSS que, algo más reducida, Putin quiere refundar con la invasión de Ucrania y la complicidad de otras repúblicas dependientes de Moscú.
Durante la guerra fría hubo dos líneas rojas en los países libres del yugo soviético que reprimió cualquier aliento de libertad, antes y después de la muerte de Josef Stalin en 1953. Por una parte, el comunismo occidental tuvo que reformularse (caso de Italia con el PCI de Togliatti) o quedar excluido de los gobiernos democráticos, aunque tuvo presencias puntuales y polémicas (como el PC francés). Por otra, los neofascismos quedaron estigmatizados y apartados porque eran el envés de la misma moneda estalinista: evocaban a las dictaduras ultraderechistas y criminales de Mussolini y Hitler.
Aquel mundo de entonces lo protagonizaron las fuerzas ideológicas que implementaron el Estado del bienestar y un sistema de libertades que favorecieron los Estados Unidos con el Plan Marshall (1948-1951). Hoy por hoy, las matrices de aquellos partidos socialdemócratas y liberal-conservadores están en franca recesión ante el empujón de un populismo de izquierdas y de derechas que ha cometido el pecado histórico de convertir a Vladimir Putin en una referencia respetable.
Para la izquierda extrema —en España, Podemos y un sector del PCE— la Rusia de Putin ha tenido constantes evocaciones antifascistas y soviéticas. Se trata de una progresía nostálgica de la URSS. Ahora están demudados, susurran el «no a la guerra» y afean tibiamente al autócrata ruso la invasión de Ucrania, pero siguen pidiendo estúpidamente «diálogo» cuando la agresión bélica rusa se ha consumado por completo. Están frustrados, pero no convencidos.
Para la derecha extrema —en España, Vox, anfitrión de una bochornosa «cumbre patriótica» el pasado 3 de febrero con todos sus corresponsales en el continente— el jerarca del Kremlin ha sido el «hombre fuerte», el nacionalista coherente al que han visitado Bolsonaro, Orbán, y con el que se han visto cordialmente Le Pen y el gremio antiatlantista, denigrador de la Unión Europea y xenófobo. También se han desmarcado de Putin, porque les causa tanta vergüenza como a la izquierda extrema, pero lo hacen con las mismas reservas mentales, políticas e ideológicas que sus simétricos en las antípodas. Nicolás Maduro y Donald Trump, egregios representantes de uno y otro extremo, siguen admirativamente al Putin agresor y autócrata.
No hay que tardar ni un minuto más en proclamar que nuestra política exterior es irrelevante y desastrosa para nuestros intereses por la vinculación del PSOE con la izquierda extrema de Podemos y su apoyo parlamentario en secesionistas antieuropeos como ERC y Bildu. Y que el PP disgusta en el núcleo duro de la Unión Europea por sus alianzas autonómicas con la derecha extrema que representa Vox. El Gobierno español es un actor secundario —casi un figurante— en esta crisis y en cualquier otra que nos afecte, como la de Marruecos. Y el PP corre el riesgo de convertirse en una rareza entre las derechas europeas si acepta maridajes gubernamentales (no importa en el nivel territorial que sea) con Vox.
Por otra parte, el independentismo catalán ha sufrido el revés sicológico más decisivo: la Unión Europea no va a permitir, ni lejanamente, aventuras secesionistas, incluso aquellas que se intenten por vía constitucional (por ejemplo, Escocia) y, mucho menos, las unilaterales que han tenido —como el separatismo catalán— raras, pero ciertas y comprobadas relaciones con Moscú. El aliento a las segregaciones de los países occidentales es una táctica del Kremlin tan zafia como, por el momento, fracasada.
Junqueras, presidente de ERC, en compañía de Otegi, en un ejercicio de oportunismo canalla aseguró ayer que Cataluña sufre una invasión como la de Ucrania. Ya dijo Iñigo Urkullu, presidente del Gobierno vasco, que este socio parlamentario del PSOE “encarna lo peor de la política” (julio de 2020). Desde luego, el peneuvista acertó de lleno.
Vladimir Putin como expresión de un nuevo estalinismo del siglo XXI —también hay neofascismo e, incluso, neonazismo— obliga al PSOE y al PP a mirarse a la cara, desprenderse de las adherencias de los extremos ideológicos que les apoyan y urdir un nuevo consenso entre ambos como hicieron los partidos europeos después de 1945 para mantener nuestro debilitado sistema de valores democráticos. Eso no sucederá ni hoy ni mañana. Pero la invasión soviética de Ucrania inicia una dinámica que obliga a apuntalar nuestros modelos de convivencia frente a la piqueta con la que golpean sus pilares los extremismos.
Ignoramos si Pedro Sánchez será capaz de una reflexión de hondura a la vista de su irrelevancia en el concierto internacional. Y hay que albergar la esperanza de que Núñez Feijóo, anteponga los principios de una derecha europea como la del PP frente a la resucitación del estalinismo y del neofascismo. Socialdemocracia y liberal conservadurismo: volvamos a ellos. Siguiendo a Stefan Zweig, regresemos al mejor mundo de ayer porque el de hoy evoca los peores fantasmas del siglo XX. No insistamos en el nefasto ‘excepcionalismo’ español.