Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli
  • Hoy Putin representa un papel parecido al de Mussolini hace un siglo, con su propia amalgama de nacionalismo imperialista y odio renovado a la democracia liberal.

Uno de los hechos más significativos de esta época atormentada es que Putin merezca apoyos de extrema izquierda y extrema derecha, coloreados por tonalidades antiglobalización, nacionalistas y religiosas. Putin es justificado por Pablo Iglesias y por Matteo Salvini, por los nostálgicos del imperio bizantino y por homófobos y feminicidas, por defensores de la familia más tradicional y por wokistas queer. Esta extraña convergencia es conocida como pensamiento rojipardo, fusión de la bandera comunista y la camisa nazi, o nazbol, de nazi y bolchevique. Hay una explicación sencilla de esta asociación, no poco desconcertante: Putin ha declarado la guerra a lo que todo ellos detestan juntos, es decir, a la democracia liberal y el pluralismo moral, al Occidente de gais, libertad laica y judeo-masonería resucitada que hace unos días el ruso calificó, literalmente, de cosa de Satanás.

Si la convergencia nazi-bolchevique asombra es porque en principio parecen dos mundos antagónicos. Una de las excusas de Putin para invadir Ucrania era desnazificar el país y librarlo de Zelensky, acusado de neonazi drogadicto y judío sionista. En Rusia, los nazis son algo así como la encarnación del demonio desde el terrible ataque alemán a la Unión Soviética, conocido por los rusos como Gran Guerra Patriótica, el término estalinista para separarse de la Segunda Guerra Mundial y sustituir provisionalmente comunismo por nacionalismo, mucho más eficaz para movilizar a las masas, según han descubierto también en España los comunistas convertidos al separatismo. Respecto a la síntesis demencial de judío y nazi como atributos de Zelensky, es un ejemplo del modo en que la retórica antiglobalista amalgama a la hez ideológica mundial con un lenguaje alternativo también globalizado, pero obra de Putin. Una retórica hecha de iliberalismo, homofobia, antisemitismo, fundamentalismo religioso, populismo imperialista, negacionismo y otros ingredientes explosivos.

Nazis y comunistas más otras hierbas totalitarias

La diferencia entre comunistas y fascistas (nazis incluidos) no es tanta como se ha solido insistir, y en buena parte es un tópico. Ambos son movimientos totalitarios, y quienes se han dedicado a estudiar el totalitarismo desde George Orwell y Hannah Arendt acaban reconociendo esa naturaleza común. Como Putin ha revalidado, el auténtico antagonismo es entre democracia liberal y totalitarismo, sea el viejo o el nazbol posmoderno. Comunismo y fascismo pretenden instaurar sistemas donde el Estado policial y sus tentáculos subyuguen al individuo y liquiden toda disidencia e iniciativa no controlada por el partido único. Y ambos eligen enemigos que aniquilar: la burguesía para el comunismo, judíos y subhombres para los nazis. Fascistas y comunistas chocaron, pero porque solo puede existir e imponerse uno. También colaboraban cuando les convenía, como en el reparto de Polonia y la cooperación económica del pacto nazi-soviético de 1939.

Aunque el fascismo creció como oposición violenta al socialismo, comunismo y anarquismo, no por eso carece de orígenes comunes con la izquierda, ejemplificados por Benito Mussolini, primero socialista revolucionario y después creador del fascismo. En efecto, el fascismo es una mezcla de izquierdismo revolucionario reducido a retórica antiburguesa (como el de las camisas pardas del gran aliado de HitlerErnst Röhm, liquidado cuando convino), populismo violento y nacionalismo imperialista. Hoy Putin representa un papel parecido al de Mussolini hace un siglo, con su propia amalgama de nacionalismo imperialista y odio renovado a la democracia liberal. Para mezclarla ha echado mano de todo lo disponible, desde la rehabilitada Iglesia Ortodoxa Rusa, que sustituye al comunismo soviético como mística de masas, hasta el euroasianismo de Aleksandr Dugin que tanto encandila a los “antiglobalistas” de todos los colores. Pero domina el oportunismo, la única ideología sincera de Putin junto con la sed insaciable de poder, que tanto recuerda a los líderes totalitarios del siglo pasado. Incluso sus manías de psicópata resucitan las de Stalin y Hitler, como su desastroso empeño -afortunado para nosotros- en dirigir personalmente la guerra y el hábito de eliminar a cualquiera que ose disentir o decirle la verdad.

El éxito de Putin que puede acabar con él es haberse convertido en mesías de ese conglomerado de fuerzas ideológicas iliberales: fundamentalistas religiosos, comunistas neos y paleos, neonazis, movimiento woke…

El cemento que cohesiona el heterogéneo apoyo a Putin es el populismo, que se ha convertido en hegemónico impregnando a los antiguos partidos socialdemócratas, como el PSOE de Sánchez, un populista de manual, y a numerosos partidos conservadores (véase Boris Johnson y su sucesora, Liz Truss); los nacionalistas siempre han sido populistas. Todos los populistas tontean con Putin, desde Bolsonaro en Brasil a Juan Carlos Monedero, que no duda en acusar a la OTAN de haber forzado al ruso a invadir Ucrania e incluso del sabotaje de los gasoductos Nord Stream. Putin también goza del apoyo más medido y cínico de China, del nacionalismo fundamentalista hindú de Narendra Modi, primer ministro de India, del Irán feminicida de los ayatolás, sin olvidar a las huestes trumpistas de Steve Bannon en Estados Unidos. Paradójicamente, el éxito de Putin que puede acabar con él es haberse convertido en mesías y líder de ese conglomerado de fuerzas ideológicas iliberales: fundamentalistas religiosos, comunistas neos y paleos, neonazis, movimiento woke, populismo radical, separatistas (recordemos su apoyo a los golpistas catalanes), tradicionalistas reaccionarios, negacionistas chiflados y, en general, quienes odian la globalización por esto o por aquello y siempre a la democracia liberal. La agresividad de Putin no está respaldada por inteligencia política ni tiene fuerza suficiente, como demuestra el desastre militar ruso en Ucrania y el abandono de aliados agredidos como Armenia. Repite otro error catastrófico del totalitarismo: no puede vencer, pero reanima a la deprimida democracia, siempre tan vulnerable y amenazada por sus propias deficiencias. Putin ha invertido una fortuna en desinformación y propaganda, en desestabilizar otros países y apoyar cualquier cosa útil para su convento, desde movimientos antinucleares estúpidos a los separatistas y la paleoizquierda española. No ganará esta guerra ni tirando del arma nuclear, con el peligro de restablecer la doctrina de la destrucción mutua asegurada de la Guerra Fría; sus socios pueden traicionarle, y China no quiere una Tercera Guerra Mundial devastadora del planeta. En fin, lo único positivo de todo eso es que las zarandeadas democracias no están teniendo más remedio que reconocer que el dinero y el buenismo no pueden (a pesar de Elon Musk) sustituir de ningún modo a los menospreciados principios políticos y éticos.