Volvamos otra vez sobre el mismo tema.
Por un lado, está la lucha social.
Los sindicatos la han liderado con responsabilidad y dignidad.
Han hecho lo que se hizo durante las huelgas de junio de 1936. Después, en los años de la posguerra. Más tarde, en mayo y junio de 1968. En la oposición a las reformas de Devaquet, Juppé y Villepin, etcétera. Han intentado hacerse oír. Aglutinar la opinión pública. Establecer un equilibrio de fuerzas que empujara al Gobierno o bien a retirar su proyecto de ley, o bien a los representantes de la nación a enmendarlo.
En algunos puntos, han ganado.
En otros, en los más fundamentales, la victoria ha sido para el Ejecutivo.
A partir de ahí, les quedan tres opciones.
Esperar que el Constitucional invalide el texto legislativo.
Que por clamor popular se convoque un referéndum.
O considerar que han perdido una batalla, pero no la guerra y, como Jaurès tras el fracaso de la movilización que buscaba implantar la jornada laboral de ocho horas; como Thorez tras el tibio éxito que fueron, a su entender, los acuerdos de Matignon; saber poner fin a una lucha y retomarla en frentes afines. ¿Por qué no centrarse en la dureza del trabajo? ¿En el estatus del que goza en una democracia en la que se duda entre la meritocracia, según John Rawls, y el derecho a la pereza, según Paul Lafargue? ¿En la suerte de los trabajadores de primera línea y, en particular, de los basureros?
Podemos lamentarnos por esta pausa.
Podemos soñar con un mundo en el que siempre ganamos.
Pero así funciona el Estado de derecho.
Y negarse a tomar nota de ello, mantener la movilización «hasta el final», intentar cambiar las reglas del juego al final de la partida tendría las siguientes consecuencias:
1. Malgastar una energía militante que sería más útil si se invirtiese en las luchas que están por venir en una batalla que ya ha quedado atrás.
2. Enfrentar, desafiando los principios del contrato social republicano, la ley de la calle a la de las instituciones, es decir, el país real de los maurrasianos a su país legal.
3. Instrumentalizar las esperanzas de los trabajadores, convertidas en una simple palanca (el diputado de los insumisos François Ruffin lo llama «un trampolín») que sirve para inventar derechos, sino para imitar las insurrecciones de antaño y derrocar al poder de turno.
Ese procedimiento es obviamente legítimo cuando el poder que se quiere derrocar es el de los talibanes, los mulás iraníes, Putin, en definitiva, cuando se trata de una tiranía.
Pero ¿no es un insulto a las víctimas reales de las tiranías de verdad confundirlas con los adversarios del capitalismo, como hacen los incendiarios de almas, contextualizando y justificando las escenas bélicas de Sainte-Soline? ¿Y acaso no hay una ligereza insoportable en quienes, entre los opinadores, explican que la «arrogancia», el tono de voz «jupiteriano», la «negativa a escuchar», o incluso la torpeza en sus ademanes, en resumen, los rasgos «de comportamiento», bastan para caracterizar a un tirano?
Ese procedimiento puede, en un momento dado, tener sentido cuando uno sabe que, frente al presidente que acaba de salir elegido, pero del que se está cansado, hay una opción alternativa, una plausible. El equivalente a una izquierda a lo Mendès cuando ya no se encumbra a De Gaulle, o a una derecha a lo Chirac cuando queremos deshacernos de Mitterrand.
Pero ¿cómo gritar «Macron dimisión» cuando no hay alternativa posible? ¿Cómo pedir una disolución de la Cámara, su dimisión, elecciones, cuando sabemos que, tal y como están las cosas, después de Macron solo quedarán Le Pen o Mélenchon?
La cuestión, por tanto, ya no es quién es responsable de qué.
Frívolos aquellos que, juzgando que es culpa de Macron que los partidos de gobierno hayan implosionado, deciden castigarlo no sólo a él, sino a todos los ciudadanos.
Y nos sobrecoge el tono propio del Café du Commerce con el que se convierte en todo un folletín un enfrentamiento que, desde los hechos acaecidos en Sainte-Soline, se ha convertido en una tragedia. Se reduce a una mera cuestión de estilo («lo insoportable son las formas del presidente»), de comunicación («no ha sabido vender su proyecto»), de rendimiento deportivo («comprometido», dice François Ruffin, «magníficamente bien jugado»), o de riña de patio de colegio («empezó él… no, fue él…»).
Al punto al que hemos llegado, y cuando lo que corre riesgo de deshacerse son los lazos sociales mismos, solo cabe hacer una cosa. Esperar que los republicanos íntegros tengan el valor elemental, a la espera de las próximas elecciones, de volverse churchilianos por un momento. ¿Sería Macron, a sus ojos, el peor presidente posible, sería el peor de todos? ¿Tiene Francia en estos momentos, y lo repito, otra alternativa entre él y la extrema izquierda más reaccionaria del mundo (Mélenchon), o bien la extrema derecha más taimada (Marine Le Pen)?
Después, esos republicanos habrán de instar a lo que queda del socialismo francés a no caer en la manida retórica que empezamos a oír de nuevo al margen de las escenas de disturbios. ¡Ay, la fábula de las «dos violencias» enfrentadas en el espejo! ¡El mito de la «contraviolencia», que conviene oponer a la violencia «estructural» del Estado (Georges Sorel) o a la violencia «simbólica» (Pierre Bourdieu), incluso a la «invisible» (Jean Genet en la época de la banda de Baader-Meinhof)! ¡El último Sartre, luego el último Foucault y luego otros, hicieron justicia a estos atajos del pensamiento. ¿No sería triste ver, sobre todo a los jóvenes, tirar por la borda el logro innegable que supusieron las luchas intelectuales del siglo pasado?
Pero todo esto, por desgracia, no es más que el principio.
Parece que debemos retomar la lucha.