EL CONFIDENCIAL 02/08/14
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Enrique Tierno Galván, el viejo profesor y socialista alcalde Madrid, advirtió en numerosas ocasiones de que los “bolsillos de los gobernantes deben ser de cristal”. La advertencia no se refería tanto a la virtud como a la cautela. La moral en la política viene inspirada mucho más por la prudencia que por convicción. De tal modo que la corrupción es la negación de la lex artis de la gestión pública, cuando el Estado es democrático y dispone de un sistema de controles que lo depuran. Por eso también escribió Montesquieu que “el principio del gobierno democrático es la virtud”. Si ésta se pierde, si los bolsillos de los políticos no son de cristal, si la cautela se sustituye por la temeraria codicia, se produce lo que sucede en España: que la corrupción -aunque sólo sea una mera sensación ambiental- lo ocupa todo.
El statu quo en España está viciado porque la clase dirigente -bien de manera individual, bien como colectivo a través de los partidos políticos- está contaminada por comportamientos corruptos. Si se hiciera un repaso del PSOE al PP, pasando por los partidos de menor dimensión, y con la salvedad de aquellas organizaciones nuevas que no han tocado poder, se comprobaría hasta qué punto la gangrena de la corrupción se extiende e infecta los circuitos de la gestión pública. No parece que sea injusto generalizar porque ahí están los procedimientos judiciales conocidos y los que pronto se conocerán. Además de los barómetros del CIS sobre la preocupación que este fenómeno suscita.
Si se hiciera un repaso del PSOE al PP, pasando por los partidos de menor dimensión, se comprobaría hasta qué punto la gangrena de la corrupción se extiende e infecta los circuitos de la gestión pública
El caso de Jordi Pujol se inserta en este contexto de profunda inmoralidad. Con la agravante de que el ex presidente de la Generalitat de Cataluña fue lo que podría denominarse un político moralista porque apelaba a valores siempre superiores mientras favorecía, por acción y por omisión, el enriquecimiento ilícito propio, familiar y de su entorno. La deslegitimación ética y política de las generaciones convergentes que gobernaron con él Cataluña durante casi un cuarto de siglo se produce como respuesta reactiva a una explicable desconfianza social por la reacción sobreactuada de CDC y de los demás partidos a la extravagante confesión de culpabilidad de Pujol en la que se camuflan muchas más interrogantes -gravísimas- que respuestas aceptables.
A Jordi Pujol, según estamos enterándonos estos días, se le consintió este continuo comportamiento corrupto mientras el ex presidente de la Generalitat se instaló en la política de “la puta y la Ramoneta”, es decir, en una soportable ambigüedad que no amenazaba la integridad del Estado. Durante décadas, Pujol practicó la política de “más vale pájaro en mano que ciento volando” (eso que los catalanes resumen muy bien en la expresión “peix al cove”, que es una forma excelsa de realismo). Pero en el momento en que -con los bolsillos no precisamente de cristal, unos hijos presuntamente corrompidos y un esposa que, dedicada a la jardinería, no había maceta catalana que se le escapara- decidió que se hacía independentista y respaldó a su delfín –Artur Mas– en su misión de vanguardia del secesionismo, el Estado sólo ha tenido que tirar de la cuerda que él mismo se puso al cuello hasta provocarle la asfixia.
Todas las preguntas remiten a la misma contestación. ¿Por qué ha confesado Pujol? ¿Por qué en este momento? ¿Por qué con una historia tan inverosímil como la del legado del padre depositado en Andorra hace 34 años? Y la respuesta es que el Estado -a través de su longa manu- le ha hecho al que fuera Molt Honorable, un traje a la medida. Porque para enfrentarse al Estado, desafiándolo, hay que atarse los machos y estar limpio como una patena, con los bolsillos transparentes y en disposición de que los servicios de inteligencia pasen el escáner y no encuentren nada que no esté en su lugar.
En el momento en que Pujol decidió hacerse independentista, con unos bolsillos que no eran de cristal y unos hijos presuntamente corrompidos, el Estado sólo ha tenido que tirar de la cuerda que él mismo se puso al cuello
Cuando Pujol se preguntó retórica y públicamente “¿Qué coño es la UDEF?”, alguien debió contestarle: es el Estado, señor Pujol, que le está radiografiando para ver si usted -y tras de usted otros- están lo suficientemente aseados -es decir: si tienen superioridad moral- para atentar contra su integridad. España está débil y padece muchas patologías pero el Estado se defiende cuando percibe que está siendo atacado. Los políticos secesionistas de Cataluña -no todos, pero si algunos importantes- han demostrado que, además de ingenuos, son imprudentes. El independentismo de Mas et alii se planteó desde Barcelona como una partida de mus sin cartas ganadoras. Y así no se hace política de desgarro, de volteo de la situación, de ruptura de un Estado con siglos de trayectoria.
Alguien le dijo a Jordi Pujol que era mejor que confesase a que se resistiera a hacerlo y debió ser muy persuasivo porque el ex presidente de la Generalitat se ha guillotinado y ha desbaratado a su partido, además de dejar malherido a su delfín. En Cataluña -abierta la caja de Pandora- algunos se están tentando ahora la ropa. Si el Estado ha podido con Pujol, tanto podrá con otros. Se ha acabado el juego de la ingenuidad, de la política naif, de manejar la ilusión popular del viaje independentista a Ítaca. Porque para capitanear esa nave hay que ser una réplica de San Luis Gonzaga, un dechado de virtud y honradez. De lo contrario, el Estado se comportará -en legítima defensa- como lo ha hecho con Jordi Pujol, que ahora ya sabe lo qué es la UDEF.