Alejandro Molina-El País

Ya resultaba significativo oír a Puigdemont desde su cargo de president preguntar al Gobierno si pensaba evitar el referéndum ilegal llegando al uso de la fuerza

Resulta inevitable constatar un patrón de conducta reiterado en las reacciones mediáticas del separatismo, sean institucionales o en redes sociales, tras las naturales y previsibles respuestas del Estado a los desafíos que respectivamente supusieron el simulacro de referéndum de autodeterminación del 1-O y los actos de implementación de su supuesto resultado en las semanas siguientes, y que han desembocado en el descabezamiento judicial de su cúpula dirigente.

Ya antes del referéndum, resultaba significativo oír a un retador Carles Puigdemont desde su cargo de president, a medio camino entre el pasmo y la actitud asombrada, preguntar al Gobierno si pensaba evitar el referéndum ilegal llegando al uso de la fuerza. Que un dirigente político occidental con responsabilidades públicas no contemplara o situara fuera de la normalidad el uso de la fuerza legítima —es decir, en aplicación de la ley materializada en resoluciones judiciales— como mecanismo natural de funcionamiento y defensa del Estado de derecho en cualquier democracia moderna, no dejaba de resultar insólito.

Así como el aspaviento y la airada sobreactuación fueron la reacción común del separatismo institucionalizado y del populismo antisistema a la natural ejecución policial de las órdenes judiciales de impedir el referéndum, una sorprendida contrariedad domina hoy el estado de ánimo de los mismos protagonistas ante un procesamiento y encarcelación, no ya previsibles, sino obligados procedimentalmente según del tenor literal de cuatro o cinco preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal; máxime cuando coetáneamente a la resolución judicial de la situación personal de los encausados se hace pública estentóreamente la fuga de uno de ellos.

¿Qué creían que iba a ocurrir? ¿Que un Estado que podría encarcelar al mismísimo cuñado del Rey —en cuyo nombre se imparte la Justicia y se dictan las sentencias—, para el que el fiscal del propio Tribunal Supremo pide casi doblar la pena, iba a hincar la rodilla ante ellos porque estando ya incriminados se presentaron a unas elecciones? Se ha hablado mucho de un pecado de disonancia cognitiva del separatismo, que, anclado en una realidad paralela, no deja de estirarla tácticamente y sin límite ante su parroquia; pero dejar fuera de la ecuación su constante minusvaloración y su campaña de desprestigio de la democracia española desde una engreída atalaya de supremacismo no es un factor a despreciar para explicar su aparente sorpresa, y en el pecado lleva la penitencia.

Alejandro Molina es abogado.