ALBERTO GARCÍA REYES-ABC

  • El baile de Abel Caballero forma parte del instinto español, es un claro reflejo defensivo

Entre la simpatía y la ridiculez hay sólo un paso. Un paso de break dance. Recuerdo el cachondeo que se formó en la pandemia cuando una responsable de salud pública estadounidense salió al atril a informarnos de que, para frenar los contagios, era muy importante no tocarse la cara. Tal como lo estaba diciendo, la señora se mojó el dedo en la lengua para pasar el folio. El instinto es a veces bochornoso.

Aquí tuvimos a Revilla, que es un hombre con muchas corazonadas, explicando que el virus lo traía el viento, concretamente el viento del nordeste. El Risitas tenía teorías más serias y nunca se presentó a unas elecciones. Pero a nuestro parlanchín autóctono le ha salido competencia en Vigo. Joder con el viento del nordeste. Abel Caballero, el alcalde que presumió de haber puesto unas luces de navidad que se veían desde la Estación Espacial Internacional, ha pasado la raya de coger un niño en brazos durante la campaña electoral y se ha dado un bailecito, o como se llame lo que ha hecho, en un festival de break. Dios mío, que no le inviten nunca a un recital de flamenco, que hace bueno al Niño de Elche. Esta obsesión por la simpatía es un atavismo de nuestra política. Ahora hay hasta asesores de la gracia, gente dedicada al coaching de la sonrisa, de la empatía y del encanto. Y cobran caro porque se los rifan. Mientras menos sentido del ridículo, mejor resultado electoral. Hay que imaginarse a Adolfo Suárez, a González o Aznar bailando por Shakira. Cualquier tiempo pasado fue mejor.

Yo lo siento mucho, pero para las cosas de comer me interesan los siesos, eso que los andaluces llamamos un ‘malaje’, los aburridos que hacen lo que un presidente tiene que hacer. A Gabilondo se le reprochó su tristeza facial más que su programa electoral. A Abel Caballero le pasa lo contrario. Pero si se cumple el axioma belmontiano y se torea como se es, ¿qué pasa si el alcalde de Vigo gobierna como baila? El último político al que vi hacer el ridículo en público bailando, un tal Boris Johnson, ya sabemos dónde está. No es comparable, es cierto, porque al menos Caballero se peina.

Sé que la reflexión es frívola, pero siempre me pregunté qué esperaban los británicos de alguien que sale a la calle sin peinarse. Tampoco sé qué pueden esperar los vigueses de un arrítmico que se atreve a bailar break dance. Ni los cántabros de un verborreico que opina con naturalidad de la gasificación de biomasa para producción de gas de síntesis.

No se engañen, lo de Caballero es un claro acto reflejo defensivo. Le ha pasado como al diestro que en su última oportunidad en la Maestranza se metió en la cuna del toro a la desesperada. Al primer amago del pitón, el torero sacó el culo del atolladero. Se movió indebidamente y un buen aficionado, que lo trincó al vuelo, se lo hizo saber sobre el hondo silencio de la plaza: «Aaaaaaaay». Caballero, epítome de nuestro folclore político que este año ha vuelto a ponerse su traje de luces navideñas, nos ha demostrado lo dificilísimo que es quedarse quieto.