- Pero, como le afeó Emiliano García Page en el Comité Federal del sábado, «Noverdad» Sánchez prefiere aferrarse al machito a costa de «cavar más el agujero y agrandar la hipoteca de los que tienen que venir detrás de nosotros». Pedirle generosidad es reclamar peras al olmo
Como el Madrid de las Cortes no deja de ser un «poblachón manchego», quizá convenga recobrar, a propósito de la demorada comparecencia parlamentaria de Pedro Sánchez de hoy sobre la corrupción que le acorrala en su doble faceta de jefe del Ejecutivo y del PSOE, un episodio del «Guzmán de Alfarache». De paso por La Mancha, cuando viajaba de Sevilla a Florencia, el personaje de Mateo Alemán se dio de bruces con un falso médico que, sin saber ni letra, hacia las veces de tal portando un bolsón con recetas de jarabes, purgas y pócimas. Cuando visitaba algún enfermo, metía la mano y le daba al tuntún la primera que hallaba diciéndose para sí: «¡Dios te la depare buena!», y allá él con su suerte.
Al avanzar su chambelán Bolaños que el «Doctor Sánchez, ¿supongo?» acudirá con un abundante formulario, mientras él le confecciona un traje ignífugo con su contrarreforma judicial, todo apunta que, por enésima vez, este enfermo sin cura que presume de doctorados que no posee sacará de su cartera presidencial nuevos ungüentos y bálsamos que, como otras veces, sólo servirán para propagar una infecciosa corrupción que todo lo pudre. Sin embargo, dado que, como avisa Mateo Alemán en la edición príncipe de su Guzmán de Alfarache, «no hay prudencia que resista en engaño», bien haría la oposición en andar ojo avizor ante «El último de la Banda del Peugeot».
Viéndose entre la espada y la pared en otro momento de la historia de España en la que los pies hacen oficio de la cabeza, Sánchez pugnará por revolverse para exigir aclaraciones a los demás y esparcirá tinta de calamar para escapar ileso del envite. No le importa que, cada vez que se ve obligado a mudar su pretorio por imperativo policial o judicial, recurra a otros sospechosos. Como un presidente pasmado siempre se hace el sorprendido al ser procesado algún colaborador directo con acceso a su despacho y al que enroló por atesorar una hoja de servicios acorde con menesteres no santos, aunque figure en su nombre de pila. Corrobora el aserto kantiano de que el poder corrompe el sentido de la realidad al atrofiar la razón.
Al ser muchas las leyes en un Estado corrompido, no hay que desechar que Sánchez promueva, como Susana Díaz en Andalucía en plena eclosión del macro fraude de los ERE, alguna Oficina de Prevención de la Corrupción para que –como verbalizó la susodicha– quien «pretenda acercarse a lo público para aprovecharse de lo que es de todos que se lo piense». Es notorio que el Sumo Hacedor no atendió la súplica del canciller Adenauer: «¡Dios nos libre de políticos con poder y ocurrencias!». Sin descartar que Yolanda Díaz auspicie a su vez un Observatorio y cada socio redoble la apuesta: «…y dos huevos duros» hasta que alguno de ellos requiera tres, «uno de ellos de oca», a golpe de claxon, como Groucho Marx en «Una noche en la ópera». O algún otro artilugio que sea como la «Carabina de Ambrosio» para percatarse de la obviedad de que los corruptos son ellos. Algo, por lo demás, que le consta a un inoperante Tribunal de Cuentas intervenido por aquellos a los que debe controlar y cuya comisión mixta presidía el hoy recluso Santos Cerdán, uno de los secretarios de Organización de Sánchez.
Cuando la corrupción es el sistema, a ésta no se la combate con burocracia adicional que sirva de ‘colocadero’ clientelar. Claro que, como Sánchez precisa disimular la corrupción con cualquier escamoteo, capaz es de crear una agencia que expenda licencias para ejercer la corrupción con vitola oficial y con registro de patentes y marcas. Ante tanto camelo, hay que insistir en que sobran leyes y falta ejemplaridad en unos gobernantes venales que degradan las instituciones y la conciencia moral ciudadana. La prioridad debiera ser, en consecuencia, reconstruir el Estado de derecho impidiendo que la Justicia se supedite al Ejecutivo para que emita sentencias de encaje.
Ojalá que, parafraseando al clásico, Sánchez temiera menos a las leyes que a la vergüenza y se olvidara de inventos del TBO para no tomar el pelo al ciudadano ni dilapidar el dinero del contribuyente con chiringuitos donde los corruptos sableen las leyes como aquella exitosa serie televisiva de «Los ladrones van a la oficina». Como no lo hará, las Cortes debieran imponérselo. Mas en esta España de las mordidas donde se observa aquello que el gran politólogo Giovanni Sartori relataba de la Italia de las tangentes: «Antes, se decía que el que no robaba era un tonto. Después comenzó a actuar la justicia y se opinaba que el que el que roba y es descubierto es más tonto todavía».
Llegado a este punto, la corrupción del poder no se puede combatir desde el poder con un jefe de Gobierno que rehúye la rendición efectiva de cuentas y se arroga poderes extraordinarios que no le corresponden al jactarse de gobernar sin la fiscalización del Parlamento. Las democracias que funcionan no tienen necesariamente mejores políticos, pero no toleran que hagan lo que les venga en gana aquellos a los que la profusa publicación de sus abusos no provoca rubor, sino exhibicionismo.
Mientras sus socios amagan, pero no dan, seguros de que así lo podrán exprimir más y mejor, Sánchez se aferra al poder cuando su desprestigio crece dentro y fuera de España, salvo en los regímenes despóticos en los que busca redimirse. Ello explica la patada que le han dado en el tafanario de su ministro Cuerpo arruinando sus aspiraciones de presidir el Eurogrupo. Cualquier cosa menos anticipar elecciones o afrontar una moción de confianza como hicieron Suárez y González con menor fragilidad parlamentaria que quien no puede sacar adelante ni los Presupuestos. Pero, como le afeó Emiliano García Page en el Comité Federal del sábado, «Noverdad» Sánchez prefiere aferrarse al machito a costa de «cavar más el agujero y agrandar la hipoteca de los que tienen que venir detrás de nosotros». Pedirle generosidad es reclamar peras al olmo.
Como la única corrupción que no es mala, es aquella que pudre los frutos y germina las semillas posibilitando que nazca lo nuevo, ojalá la pudrición del sanchismo obre un tiempo nuevo en que no se esté a expensas de que «¡Dios te la depare buena!», como el falso galeno del Guzmán de Alfarache. Esa fue la esperanza a la que se encomendó, a principios de los 90, un cantante de izquierdas como Franco Battiato cuando el desaliento se apoderaba de la Italia de Tangentópoli. Su canción «Povera Patria» se convertiría en profética: «Pobre patria/ Aplastada por los abusos del poder/ De gente infame que no sabe lo que es el pudor/ Se creen poderosos y les va bien lo que hacen/ Y todo les pertenece».