Rebeca Argudo-ABC

  • Si se vuelve a acabar el mundo, quiero que me pille en el lado de los poderosos, de los que tienen efectivo en el bolsillo

El día del fin del mundo me pilló en la calle y no llevaba efectivo encima. Y sin dinero en efectivo, justo ese día y en Madrid, no eras nadie. No pude comprar un botellín de agua, ni una triste empanadilla, ni coger un taxi. Mi columna, que no podía enviar, la escribí con boli en un cuaderno, sentada en un banquito en la calle, junto a un señor con transistor que congregó a su alrededor a una pequeña multitud jaranera. En ese banco, ese día, el señor del transistor era más rico que yo (en dinero y en amigos). Justo cuando nos empezaban a bombardear con el euro digital y sus bondades, con el fin del dinero en metálico por nuestro propio bien, un apagón inesperado nos recordó que el apocalipsis democratiza y que, ante el fin de los días, todos somos iguales. Solo que, en este Armagedón de andar por casa, unos eran más iguales que otros: los previsores que siempre llevan cincuenta euros en la funda del móvil (por si acaso) tenían derecho a mesa en terraza, doble de cerveza bien frío y bocata de jamón. El resto, los displicentes del nunca pasa nada, estábamos condenados a peregrinar por las calles mirando de reojo los cajeros por si, justo en ese momento y a saber debido a qué milagro (que ni entender querríamos) volvían en sí y nos vomitaban en las manos billetitos de colores. Porque, tener dinero, teníamos, solo que no podíamos hacer uso de él, que es lo más parecido a no tenerlo. Yo no sé si estamos preparados para prescindir del dinero en metálico, así, a las bravas. Tengo mis dudas.

Según el Banco Central Europeo, el euro digital funcionará ‘offline’ y es seguro. Es decir, que sin estar conectados a ninguna red, por poca cobertura o por la razón que sea, podríamos seguir haciendo uso de nuestro dinero digital. Pero, esto sí es ineludible, necesitaremos siempre que nuestro móvil tenga batería para poder hacer uso del monedero. Y en caso de apagón, uno que dure unas cuantas horas como el que vivimos el otro día, no podremos cargar los móviles si la batería se agota. Y se agota, vamos si se agota. No quiero yo ser de los que se resisten a los cambios, desconfían de las novedades y piensan que en ellas se esconde el demonio haciendo de las suyas, pero al día siguiente, en cuanto puse un pie en la calle, me lancé al primer cajero y saqué cincuenta euros. Porque, si se vuelve a acabar el mundo, quiero que me pille en el lado de los poderosos, de los que tienen efectivo en el bolsillo: de los que pueden pedir tercios mientras aún se mantienen fríos, coger un taxi en lugar de andar cinco kilómetros para volver a casa, sentarse en una terraza a leer tranquilamente mientras vuelve la luz o termina todo, lo que ocurra primero.

Lo que no pienso hacer, eso sí lo tengo claro, es participar en coreografías con desconocidos o aplaudir en los balcones (y al menos, esta vez, no hubo batucadas).