BERNARD HENRI LÉVY – EL PAIS – 31/12/16
· Al populista le gustaría reemplazar las elecciones por los sondeos (o por un plebiscito) el concepto de República por el de concurso televisivo y al pueblo por la plebe. Se trata de una enfermedad senil de las democracias.
Según el populismo (primer teorema), el pueblo sabe lo que quiere. Y, cuando quiere algo (segundo teorema), siempre tiene razón. Falta (postulado) que realmente sea él quien lo quiere. Falta también (corolario) que nada obstaculice esa legítima pretensión.
En otros términos, el populismo dice al mismo tiempo: confianza ilimitada en los recursos y en la capacidad del pueblo, y desconfianza hacia todo aquello que podría interpretar, desvirtuar, diferir la justa expresión de ese pueblo que, librado a sí mismo, libre de obstáculos, tiene buen criterio por naturaleza.
¿Interpretar? Los intelectuales, las élites. Y por eso el populismo es siempre un antintelectualismo, una reacción contra las élites.
¿Desvirtuar? La maledicencia. La hipocresía política. Y por eso, de Tsipras a Le Pen, de Trump a Mélenchon, el populismo siempre recurre al lenguaje vivo contra el lenguaje vacío, al lenguaje crudo, truculento, contra la lengua supuestamente muerta, constreñida por los tabúes, de lo políticamente correcto.
¿Diferir? Las leyes. El derecho. Las instituciones. La razón en el puesto de mando. La política. Todos esos ornamentos, esos suplementos redundantes e inútiles, esas formas vacías, cuyo único efecto será siempre, dicen y repiten los populistas, ahondar un poco más en la diferencia, un filósofo del siglo XX habría dicho la différance o, simplemente, la distancia entre el pueblo y sí mismo, entre su sana y santa voluntad y su expresión desvirtuada.
Hay políticos buenos y malos, dicen.
El populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de generar enemigos.
Están los que actúan de común acuerdo con el mundo del vacío y los que han sabido desvincularse de él.
Y lo propio de quien ha sabido hacer tal cosa es haber conjurado esa enfermedad que lo distancia del cuerpo social; es estar en contacto directo con los rencores, y también las esperanzas, de lo que los romanos llamaban, no el populus, sino la turba; es estar en contacto directo, también, con las fluctuaciones de esa turba tal y como se expresan, día tras día, a través de la enfermedad de los sondeos.
Ah, los sondeos…
Cuando aparecieron los sondeos, algunos dijeron: un instrumento más en manos de los poderosos que van a escudriñarnos, a evaluarnos, a manipularnos.
Pero los más lúcidos —¿y por desgracia, los populistas estaban entre ellos?— respondieron: al contrario, es la opinión pública la que triunfa; ella la que, en adelante, llevará la voz cantante; ¿qué Gobierno podría ignorarla?, ¿cómo no tener en cuenta una voluntad popular tan sabia, constante e incesantemente medida?
Y he aquí que los roles se invierten: la Opinión arrogante, el Príncipe humillado; la Opinión en los graderíos, el Príncipe en el estadio; el Pueblo rey, pues es él quien presiona, acosa y atemoriza al Príncipe, y el Príncipe recientemente rebajado.
Otro filósofo de la misma época, Michel Foucault, describió los mecanismos del poder tomando como modelo el panóptico de Bentham, ese centro invisible a partir del cual un amo, ausente, escudriña el cuerpo social: nadie lo ve, pero él ve a todo el mundo; es estructuralmente invisible, pero esa misma invisibilidad hace visible a la sociedad; y es esta visibilidad la que, al final, nos hace tan totalmente controlables.
El populismo ha dado la vuelta al dispositivo: pueblo invisible, poder visible; un pueblo que se escabulle, un poder conminado a mostrarse; ya nadie ve al pueblo, pero él ve todo el tiempo a sus amos (en los periódicos, en Twitter y en Facebook, en los programas de la señora Le Marchand, en los falsos debates, ajenos a toda voluntad de veracidad, que se organizan en nuestros días); de forma que, si el secreto del poder está en la mirada, el populismo es una de las fórmulas más elaboradas del poder en la Edad Moderna.
Con los sondeos los papeles se invierten: la Opinión arrogante, el Príncipe humillado.
¡Ah, si pudiéramos reemplazar de una vez las elecciones por los sondeos!, piensa el populista.
Si pudiéramos transformar la república en concurso televisivo; las elecciones, en plebiscito; la audiencia, en audímetro; si pudiéramos terminar con el pueblo y coronar al “gran animal” de Platón o a esa plebe que, según los sofistas, debía reemplazar al demos.
¿La plebe? El verdadero pueblo.
¿El audímetro? ¿El plebiscito? Modos de una única sustancia: la sociedad concebida como un cuerpo pleno, deslumbrado por el espectáculo de su propia presencia.
Hay una psicología del populismo: el narcisismo de los individuos, ebrios de sí mismos y de su suficiencia.
Una fisiología: ese no sé qué abotargado, autosatisfecho, ahíto que encontramos en todos los Trump, Berlusconi y Le Pen varios (padre e hija).
Una metafísica: la idea de una voluntad general causa sui, anterior a toda palabra y, más aún, a todo contrato, una voluntad natural, soberana y naturalmente buena con la que volver a conectar a poco que se sepa eliminar los filtros y mediaciones que la oscurecen.
El populista será inevitablemente nacionalista: ¿el nacionalismo no es el camino más corto para ir hacia una comunidad libre de todo filtro o mediación?
El populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de generar enemigos: pues, si no, ¿cuál sería el medio de imaginar esa presencia en sí? Si no se dota de una exterioridad masiva y obsesivamente denunciada, ¿cuál sería el medio para reunir su propio cuerpo en una identidad recuperada?
El populismo es una propedéutica del odio, de la exclusión y, en definitiva, del racismo: véase el discurso antinmigrantes de Hungría a Estados Unidos, de Polonia a Rusia.
¿El populismo? La enfermedad senil de las democracias.
Decimos “populismo”. Y es el nombre, finalmente único, de la reacción de las democracias al pánico que les gana y a la desbandada que las amenaza.
Sálvese quien pueda: la última palabra de los populistas.
Bernard-Henri Lévy es filósofo.