EL PAÍS – 06/05/15 – ANTONIO ELORZA
· La Alemania nazi y la matanza de armenios replanteó el concepto de crímenes contra la humanidad al englobarlos dentro de un proceso de destrucción generalizado contra una nación, una raza o una religión
Cuando conmemoramos el fin del nazismo y de sus crímenes, que dieron carta de naturaleza al concepto de genocidio, viene bien recordar que el término suele ser manejado sin contar con el propósito del jurista Raphaël Lemkin al acuñarlo. Era este disponer de un instrumento analítico, y no simplemente calificar con gran dureza los actos de barbarie. Masacres, crímenes, hambrunas provocadas, podían encontrar su calificación adecuada como crímenes de guerra o como crímenes contra la humanidad, sin perder tiempo en buscar un neologismo. “Las aguas del Éufrates que bajaban rojas”, según los propios testigos turcos de 1915, fueron la trágica señal del genocidio armenio, pero sin atender al contexto podrían haberlo sido de un crimen masivo de otra naturaleza.
El significado de crimen de guerra es el menos controvertido, y por ello fue utilizado para fundamentar las condenas del juicio de Núremberg. Más compleja es la delimitación de los crímenes contra la humanidad, actos mortíferos contra la población civil, y persecuciones religiosas, raciales y políticas. Antes de que fuera definido por la Carta de París en 1945, la expresión “crímenes contra la humanidad y la civilización” había aparecido ya en mayo de 1915, para designar la represión otomana contra los armenios, El campo cubierto por los crímenes contra la humanidad coincide con el del genocidio: la diferencia reside en que aquellos son acciones o episodios, puntuales o acumulativos, en tanto que el genocidio los engloba en el seno de un proceso de destrucción generalizado, contra una nación, una raza o una religión. La diferencia ha de establecerse también respecto de los “crímenes de masas”: el genocidio requiere la motivación, la voluntad de extinguir al grupo que los sufre.
Desde estos supuestos, entre otros casos posibles, el Gran Salto Adelante, con sus 40 millones de víctimas, habría sido un delirante crimen contra la humanidad, pero no un genocidio, ya que no respondió a una intención de Mao de aniquilar al pueblo chino, sino de imponerle el paraíso comunista. Y fue crimen al insistir Mao en su estrategia aun conociendo la catástrofe en curso. La alevosa invasión de Irak por Bush fue merecedora de análoga calificación. Sí habría sido obviamente un genocidio el conjunto de políticas de exterminio nacional y racial perpetradas por la Alemania de Hitler entre 1939 y 1945, con la centralidad indiscutible de la “solución final” antijudía.
La claridad reivindicada por Lemkin, justamente para hacer operativo el concepto en el marco del derecho internacional, supone tener en cuenta la finalidad perseguida: la secuencia de crímenes contra la humanidad y de políticas dirigidas a debilitar al grupo víctima, hasta el extremo de las matanzas de masas, implica siempre la existencia de una motivación previa, concretada en lo que Lemkin llama “una conspiración”, una estructura organizativa cuyo objeto es la puesta en práctica de la destrucción. La implementación del genocidio no es espontánea: surge de esa conspiración. Esta a su vez tiene detrás de sí un planteamiento ideológico maniqueo, que enfrenta al grupo humano que se considera superior —etnicismo— contra el inferior que supuestamente se le opone, y por consiguiente debe ser destruido.
· Su implementación no es espontánea: surge de una conspiración y una ideología maniquea.
Con o sin matanza de todos sus miembros, el genocidio implica “un plan coordinado que se dirige hacia la destrucción de los fundamentos esenciales de una nación” (Lemkin). Estas son las precondiciones para su materialización en tres fases: ideología genocida, conspiración, y ejecución, habitualmente posibilitada por la incidencia de una variable externa, de un detonador, casi siempre una guerra que abre la ventana de oportunidad política para el aniquilamiento.
Los sucesivos genocidios del siglo XX registran sin excepción esa dinámica. El antisemitismo forjado en Alemania y en Austria desde el siglo XIX se funde con un nacionalismo mitológico y con el militarismo frustrado de 1918 para, Hitler mediante, sentar las estructuras y el conjunto de decisiones que desembocan en el Holocausto. No tan lejos de ese proceso, el exterminio armenio encuentra en su génesis a un nacionalismo militarista, reforzado por la religión y por un componente etnicista, y activado por otra frustración, la derrota turca de 1913 en las guerras balcánicas. Sin olvidar el antecedente de la lógica de aplastamiento implacable de toda disidencia por el imperio otomano, cuyo legado reencontramos a fines del siglo XX con los musulmanes bosnios como víctimas esta vez de los serbios. “Si os declaráis independientes, os exterminaremos”, advirtió Karadzic a Itzebegovic. Y así fue.
Enmarcado por dos guerras (civil y Vietnam), un complejo coctel en que intervienen la fascinación ante el maoísmo, el estalinismo francés, la versión kármica del budismo, e incluso una peculiar creencia en los espíritus, explica la vocación exterminadora de los jemeres rojos en Camboya. Aquí, como antes sucediera en otros genocidios vinculados a revoluciones, a favor o contra las mismas, el genocidio consiste en la eliminación de una parte del cuerpo social, al que se define como antinacional o contrarrevolucionario. Su antecedente lejano fue el “nacionicidio” jacobino de la Vendée en 1793, denunciado por Baboeuf. Abundan casos recientes, de conceptualización discutida, tales como el aniquilamiento del enemigo de clase o interior en la URSS, por Lenin y Stalin, el de la anti-España por el franquismo o el anticomunista de Indonesia 1965. Una última variante, el genocidio de los hutus contra los tutsis en Ruanda, surgió del odio racial, reforzado por mitos anti-tutsis de exclusión, dando lugar en 1995 al más sanguinario proporcionalmente de todos, con el Estado hutu como protagonista, aunque fuera finalmente derrotado.
· Los sobrevivientes de estas barbaries soportan durante décadas la carga del dolor padecido.
La motivación inmediata oscila entre la reacción a la inseguridad de una dominación (Jóvenes Turcos, serbios) y el racismo asesino en que coincidieron nazis alemanes y hutus, pasando por la decisión de eliminar a quienes encarnaban la negación del propio proyecto de organización social, fuera soviético o nacionalista. Si añadimos aquí el imperialismo, sería calificable de genocida —“democida”, según Rummel— la dominación japonesa sobre China desde 1937 a 1945.
El genocidio llega de forma inesperada. Resulta necesario, en consecuencia, atender al ascenso de la mentalidad maniquea y de la violencia en determinados movimientos políticos. Por eso tras el precedente armenio, y a la vista de lo que ocurría en la Alemania ya nazi, Raphaël Lemkin se consagró desde 1933 a propugnar que lo que aun llamaba “barbarie” alcanzase un reconocimiento por el Derecho Internacional. Solo así sería posible sentar las bases jurídicas para el castigo de quienes cometieran tales actos, y prevenir su ejecución primero, y su repetición más tarde. Como luego advirtiera Primo Levi: “Lo que ha sucedido, puede volver”.
Importan finalmente las consecuencias históricas y jurídicas que se derivan del genocidio. Ante todo, el olvido, y sobre todo el negacionismo, constituyen las premisas para reincidir en la barbarie. Los efectos de un genocidio son siempre de larga duración. Es así como los sobrevivientes siguen soportando durante décadas la carga del dolor padecido, en unos casos agobiados hasta el suicidio (Primo Levi), en otros sometidos a las consecuencias indirectas de la destrucción, y aquí los armenios vuelven a primer plano. Son los que durante generaciones debieron esconder o vieron eliminada su verdadera identidad en un marco de discriminación étnico-religiosa. Con otras características y menor duración, algo así les sucedió a los vencidos en la España de Franco. Son páginas de una historia necesaria del sufrimiento humano.
En el orden jurídico, la aproximación al pos-genocidio descubre cómo el funcionamiento de una jurisdicción internacional sobre tales crímenes, requerida por Lemkin, ha tropezado con los intereses en juego de las grandes potencias. Nada lo explica mejor que la tardanza en someter a la justicia a los líderes jemeres rojos, protegidos durante mucho tiempo por Estados Unidos, China y Tailandia. O el pronto olvido de Japón. Solo para países débiles, como Ruanda o Serbia, la jurisdicción universal ha sido aplicada sin obstáculos a los culpables de los respectivos genocidios.
EL PAÍS – 06/05/15 – ANTONIO ELORZA