Tomás Salas-El Debate
  • Manipular el lenguaje y, por tanto, la realidad, no es un mero ejercicio gratuito. Tiene consecuencias morales y, por ello, repercusiones reales en la sociedad. Los que lo planifican, de forma nada casual ni espontánea, lo saben perfectamente

Hay palabras cuyo uso frecuente e indiscriminado hace que su significado se hinche como un globo y que terminen cayendo en la ambigüedad y siendo comodines que sirven para casi todo. Democracia, igualdad, progresista, inclusivo… y, últimamente, genocidio.

¿Qué es un genocidio? ¿Qué significa esta palabra, que tantas connotaciones negativas arrastra, que tantos ecos tenebrosos provoca? Comencemos por la mera definición y ninguna mejor que la del diccionario de la RAE: Exterminio o eliminación de un grupo humano por motivos de raza, etnia, religión, política o nacionalidad. La doble etimología, griega y latina, expresa los dos aspectos de este vocablo. ‘Genos’ es una palabra griega que significa clan, familia, grupo. ‘Cidio’ es voz latina del verbo caedere, cortar, matar.

Este tipo de violencia tiene unas características especiales. No me refiero a la crueldad y ensañamiento, que puede aparecer igual o en mayor grado en otros tipos de actos violentos. Lo que caracteriza al genocidio (y, en cierta forma al terrorismo, que es un fenómeno nuevo, que surge en los años 60) es su carácter de anonimato, de impersonalidad. Se hace abstracción de la dimensión personal del hombre, de lo que constituye su especificidad frente a los demás seres vivos y en lo que se fundamenta su dignidad inalienable. Por tanto, el genocidio, a su capacidad de violencia y destrucción, añade un plus de maldad: despoja al ser humano de su dimensión personal, lo convierte en el elemento anónimo e igual (igualdad en el mal sentido de la palabra) de un grupo.

Julián Marías, en sus Memorias, cuenta una anécdota curiosa. Eran las fechas previas a la Guerra Civil. El filósofo subió a un tranvía y observó que un hombre joven lanzaba una mirada de indisimulado odio a una mujer bastante atractiva y que tenía el aspecto inequívoco de pertenecer a una clase alta. Marías hace esta lúcida observación: muy mal está la cosa cuando el odio de clase puede más que las hormonas. La gravedad de esta actitud, el síntoma que nos indica la latente enfermedad, radica en que este joven no ve en esta guapa señora al ser concreto e irrepetible, al ser humano a fin de cuentas, sino al elemento de una especie; llamémosla «burgués», «fascista», «rico». Hace abstracción y está ciego para las particularidades, incluso para la muy evidente del atractivo físico. La anécdota, que puede parecer nimia, fue para Marías desveladora de la realidad terrible que se avecinaba.

Incluso se ha dado algunas veces el caso de que los verdugos han expresado a las víctimas que no tienen nada personal contra ellas y que, de alguna manera, no deseaban sus sufrimientos. Las consideran elementos anónimos de un grupo, personas sin rostro –en la medida en que este es, no sólo parte del cuerpo, sino expresión y condensación de ese carácter personal constitutivo. Las víctimas del genocidio son personas sin rostro en un sentido antropológico, no solo fisiológico.

Por todo ello, no cualquier manifestación bélica o de violencia colectiva puede definirse como genocidio. Las víctimas de una guerra en un campo de batalla o un bombardeo no son víctimas de un genocidio. El asesinato de la mayoría de los líderes bolcheviques por voluntad de Stalin fue un caso de violencia «preventiva», arbitraria y sin motivos reales, pero que servía para sumir a todos en un temor reverencial por el líder. Sí fue un genocidio –el ejemplo más claro– el exterminio de los judíos en el llamado Holocausto.

En el caso de la historia reciente de España, se ha hablado de genocidio impropiamente en algunas ocasiones. Lo que más se acerca a este concepto es la persecución de los católicos, que llevó al martirio a miles de sacerdotes, religiosos y laicos. No se les atacó por sus hechos o conductas (la inmensa mayoría, personas anónimas y no vinculadas a la política), ni siquiera por su posición social (pues hubo muchas víctimas de clases humildes), sino por su condición de creyentes. No digo que esta violencia fuera más o menos cruel que otras (todas lo son), sino que le cuadra la calificación de violencia genocida.

Manipular el lenguaje y, por tanto, la realidad, no es un mero ejercicio gratuito. Tiene consecuencias morales y, por ello, repercusiones reales en la sociedad. Los que lo planifican, de forma nada casual ni espontánea, lo saben perfectamente.

Tomás Salas es escritor