JESÚS LAÍNZ – LIBERTAD DIGITAL – 20/08/16
· ¿Cómo es posible que el pueblo que durante siglos se distinguió por su cortesía, su dignidad, su ceremoniosidad, hoy se distinga por lo contrario?
Un reportaje reciente delInternational Herald Tribune explica que a los jóvenes españoles emigrados a Alemania les cuesta adaptarse a su nuevo ambiente social y laboral. ¿Por abismales diferencias culturales, religiosas o étnicas? Evidentemente no, pues Alemania y España comparten civilización desde hace, tirando por lo bajo, un par de milenios.
El contraste consiste, según parece, en que a los españoles de hoy les choca que los alemanes sean tan silenciosos, responsables y corteses. Todo el mundo llega puntual a las citas, nadie toca el teléfono personal durante el trabajo y todos, sin diferencias de sexo, edad o posición, hablan bajo ¡y se tratan de usted!Cuando algunos de ellos regresen, quizá puedan influir benéficamente al país del tuteo universal y el destierro del «gracias» y el «por favor».
Curioso contraste, el de Alemania con el país más gritón, vulgar y maleducado de, al menos, la Europa Occidental, salvando todas las excepciones que se quiera, que, gracias a Dios, siguen siendo muchas. ¿Cómo es posible que el pueblo que durante siglos se distinguió por su cortesía, su dignidad, su ceremoniosidad, incluso excesivas, hoy se distinga por lo contrario?
En 1617 un tal doctor García, probable marrano o morisco residente en París y crítico tanto con la patria que le había expulsado como con la de acogida, escribió un exitoso ensayo sobre la antipatía entre españoles y franceses, dos castas de seres humanos que le parecían tan distintas que «para definir un francés no hay medio más propio y cabal que decir que es un español al revés». Entre las muchas diferencias de mentalidad, carácter y hábitos, señaló que mientras que los franceses se caracterizaban por su impudor, su sociabilidad, su costumbre de comer a grandes bocados y tomar la sopa con los dedos, su caminar alegre y ruidoso, su cotilleo, su verborrea y su griterío, los españoles se distinguían por su gravedad, su retraimiento, su comer pausado, a pedacitos y con cubiertos, su paso sosegado, su prudencia y su hablar poco y bajo.
El hispanófobo Montesquieu definió a los españoles un siglo más tarde como «graves y flemáticos», e incluso al criticar sus instituciones no pudo dejar de señalar que «tienen pequeñas cortesías que en Francia estarían fuera de lugar: un capitán no abofeteará jamás a un soldado sin pedirle permiso, y la Inquisición nunca quema un judío sin pedirle excusas».
A finales del siglo XIX, Valentín Almirall atribuyó a Cervantes el mérito de haber encarnado en Don Quijote el tipo genuinamente castellano, «desinteresado, generoso, amigo de las buenas formas y espejo de cortesía». En tiempos mucho más cercanos, en 1942, el insigne músico inglés Sir Thomas Beecham explicó al New York Times: «El español es el pueblo mejor educado del mundo. He estado en España muchas veces y jamás he visto a un solo español que fuera vulgar».
¿Cómo explicar, pues, la brusca mutación sufrida para llegar a la situación actual? Por supuesto, hay que tener en cuenta la televisión, esa nueva maestra de vida, modales y opiniones. Pero no es suficiente, pues lo mismo tendría que haber sucedido en otros países. Este escribidor recuerda la sorpresa que se llevó cuando en sus tiempos colegiales, coincidentes con el cambio de régimen político, algunos profesores, imbuidos del progresismo pedagógico, empezaron no sólo a tutear a los alumnos, sino también a exigir que se les tuteara a ellos, pues había llegado el día en que los profesores habían dejado de ser maestros para convertirse en compañeros.
Y también de aquel tiempo proviene el imborrable recuerdo de algún artículo de prensa proponiendo el tuteo por considerar que tratar de usted era un convencionalismo burgués que había que ir abandonando para alcanzar mayores cotas de democracia. Al fin y al cabo, los jubilosos muchachos del mayo parisino embadurnaron las paredes con el lema»Civismo rima con Fascismo».
Pero la cosa no era nueva. Los bolcheviques rusos llevaron su ansia infinita de igualdad hasta los dominios del lenguaje, de lo que tomarían buena nota sus imitadores españoles. George Orwell dejó testimonio de la transformación socio-lingüística experimentada en la Barcelona revolucionaria de 1936: «Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía señor o don o incluso usted; todos se trataban de camarada y tú, y decían ¡salud! en lugar debuenos días». Y muchos tribunales republicanos estuvieron presididos por la advertencia «Prohibido el usted y el señor». Curiosamente, en el extremo contrario sucedía algo parecido, pues los fascistas italianos también promovían la sustitución del lei (usted) por el más camaradesco tu.
El fenómeno, sin embargo, va bastante más allá de los detalles lingüísticos, por sintomáticos que éstos sean. Pues aunque la buena educación se construye durante generaciones, las modas políticas o un acontecimiento histórico de singular intensidad pueden provocar alteraciones súbitas e imprevisibles. Un caso extraordinario fue, precisamente, el de la República de Weimar, momento en el que, por alguna extraña influencia de la derrota de 1918 en la moral y hábitos de los alemanes, no pocos de ellos perdieron repentinamente sus modales y empezaron a distinguirse por su zafiedad.
Los extranjeros se sorprendían de que los alemanes no saludaran, no se comportaran adecuadamente en la mesa ni se levantaran en los tranvías para ceder el asiento a mujeres y ancianos. Hasta tuvieron que organizar semanas de las buenas formas para promover la urbanidad con premios.
El caso español actual es, en principio, más desconcertante, pues no ha habido guerras ni penurias que hayan justificado la sustitución en las últimas décadas de los modelos personales y los modos de comportarse. La cuestión es compleja y sin duda inexplicable mediante un solo motivo. Pero quizá pudiera servir de orientación un artículo de Pedro J. Bosch, titulado «Nostalgia de las bellísimas personas», publicado en El País el 31 de agosto de 2012:
Quienes nos educamos en los años de posguerra, bajo los más rancios parámetros del nacional-catolicismo, nos empeñamos luego en una cruzadahigiénica contra todo lo que se moviera en la onda del antiguo orden jerárquico, elitista y casposo, desde la autoridad paterna a los asuntos de cama, pasando por los métodos de enseñanza (…) Naturalmente, en aquel ambiente contestatario, las denominadas bellísimas personas, propias de épocas anteriores, empezaron a ser motivo de befa y escarnio y relegadas al museo antropológico. Aquellos extraños seres fieles a sus principios y compromisos, honestos, formales, solidarios, compasivos, prestos siempre a ayudar y socorrer si era preciso, hombres de una pieza (…), fueron sufriendo la implacable erosión de las diferentes sedimentaciones posmodernas hasta desaparecer por el sumidero de la pequeña historia (…) Labellísima persona que se había ganado su reputación (otro concepto tristemente irrelevante hoy día) trabajando honradamente y que ostentaba un lenguaje pulcramente educado, que era la antítesis de la ostentación, ese extraño personaje ha sido sustituido en el ránking de los admirados, primero por los simplemente majos, personajes tan desinhibidos como leves, y finalmente por los famosillos o vivales o simplemente desvergonzados que han sabido dar con la tecla adecuada para ascender sin contemplaciones en la escala social y que sólo son capaces de balbucear latiguillos universales.
Y un par de años después, Hermann Tertsch, desde un enfoque diferente, llegó a similares conclusiones en un artículo, «La oveja indolente», publicado en ABC el 16 de septiembre de 2014:
Se impuso pronto después de la transición que sólo el antifranquismo otorgaba a los individuos respetabilidad y plenos derechos. Mala conciencia a raudales les fue imbuida a los españoles que habían hecho cola para despedir a Franco. Y se decretaba el desprecio y desprestigio de todas las virtudes tradicionales que se respetaban bajo el franquismo, aunque en absoluto fueran definitorias y mucho menos exclusivas de aquel régimen. Y así la propia unidad de España y su bandera, el patriotismo, la cortesía o el deber, el sacrificio o la autoridad pasaron a formar parte de vergonzosas rémoras franquistas al progreso que debían ser combatidas y desterradas. Y progresista –cuán prostituida palabra– fue todo lo contrario.
Finalmente, el sociólogo de la Universidad de Navarra Alejandro Navas, en unas declaraciones al mismo periódico (22 de junio de 2015), lamentó el»asilvestramiento» de las nuevas generaciones de españoles, asilvestramiento que atribuyó a múltiples factores, entre ellos el tipo de educación recibida. En concreto señaló Navas la pedagogía «antiautoritaria y emancipadora» que se impuso en la Europa de los años sesenta y setenta, a la que, en el caso de España, se sumó a partir de 1975 el ansia de dejar atrás el espíritu de obediencia del franquismo, lo que provocó que la sociedad se hiciera refractaria a las normas y, por lo que se refiere a la educación, se abogara por la espontaneidaddel niño.
Evidentemente, se trata de un fenómeno complejo e imposible de explicar mediante un solo factor, pero estas notables reflexiones quizá pudieran poner sobre la pista a los sociólogos que tengan las ganas y la valentía de realizar tan apasionante investigación.
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