GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO

  • Conviene que las instituciones reconozcan a los que son victimarios y víctimas. Pero reconocer no es homenajear, habría que desterrar sus nombres del callejero

La Delegación del Gobierno ha solicitado al Ayuntamiento de Usurbil que renombre la plaza Joxe Martín Sagardia, ya que fue miembro de la banda terrorista ETA-m. La alcaldesa ha replicado que se trata de una víctima del terrorismo. El problema es que ambas cosas son verdad.

Sagardia es uno de los victimarios-víctimas: autores materiales o intelectuales de violencia política que fallecieron en actos de violencia ilegítimos. De vez en cuando se desatan polémicas sobre estos personajes, pero podríamos evitarlas si llegamos a un consenso básico: aplicar la misma norma a todos ellos.

Por supuesto, lo primero es identificarlos. ¿Quiénes son? Una tipología es la de los victimarios del franquismo-víctimas del terrorismo. Melitón Manzanas, jefe de la Brigada de Investigación Social de San Sebastián, que perseguía y torturaba a antifranquistas, fue asesinado por ETA en agosto de 1968. En diciembre de 1973 una bomba mató al almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de la dictadura.

Otra es la de los terroristas que, acusados de asesinato, fueron condenados a muerte por consejos de guerra franquistas sin garantías. En marzo de 1974 Salvador Puig Antich, exmilitante del MIL, fue agarrotado. En septiembre de 1975 fueron fusilados tres integrantes del FRAP -José Humberto Baena, José Luis Sánchez y Ramón García- y los de ETA-pm Ángel Otaegi y Juan Paredes (‘Txiki’).

También hubo terroristas víctimas de la violencia policial ilegitima. En la Transición se registraron muertes por ‘gatillo fácil’ o malos tratos a manos de ciertos agentes de la ley. Por ejemplo, el etarra Joseba Arregi falleció en febrero de 1981 a consecuencia de las torturas a las que le habían sometido.

No olvidamos a los terroristas que sufrieron atentados. Durante la Transición el terrorismo parapolicial causó una treintena de víctimas mortales. Desde 1983 a 1987 los GAL asesinaron a 27 personas. Bastantes de ellas eran ‘errores’, pero otras eran terroristas. Citaremos algunos. En diciembre de 1978 una bomba-lapa segó la vida de José Miguel Beñarán (‘Argala’), líder de ETA-m. Dos años después su compañero J. M. Sagardia corrió la misma suerte. Francisco J. Martín y Aurelio Fernández, miembros de los Grapo, fueron tiroteados en junio de 1979. Los GAL asesinaron a los etarras José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala en octubre de 1983.

Otros fueron víctimas de la misma banda a la que habían pertenecido. En noviembre de 1978 ETA asesinó al exetarra Joaquín Azaola, que cuatro años antes había dado al traste con el plan de secuestro de Juan Carlos y su familia. En junio de 1980 un pistolero acabó con la vida del antiguo integrante de ETA Tomás Sulibarria, acusado de «infiltrado». En enero de 1981 los camaradas del terrorista José Luis Oliva lo mataron por gastarse parte del botín de un atraco. En febrero de 1984 el exetarra Mikel Solaun fue asesinado por haber evitado una masacre. Y en septiembre de 1986 Antonio López (‘Kubati’) disparó a Dolores González (‘Yoyes’), desvinculada de ETA-m desde 1978.

Referencia específica merecen los terroristas que fueron víctimas de autoría dudosa. El líder de ETA-pm Eduardo Moreno Bergaretxe (‘Pertur’) desapareció en julio de 1976. Todavía hoy no sabemos quién lo mató. Lo mismo ocurre con José Miguel Etxeberria (‘Naparra’), dirigente de los Comandos autónomos del que se pierde la pista en junio de 1980. Por último, Juan Ignacio González, cabecilla del ultraderechista y violento Frente de la Juventud, fue asesinado por desconocidos en diciembre de 1980.

¿Qué hacer con los victimarios-víctimas? Partiendo de la universalidad del derecho a la vida, no distingamos entre unos y otros dependiendo de en qué filas militaban o de quién los mató. Son iguales y se les debe medir por el mismo rasero.

Como al resto de los damnificados, sería conveniente que las instituciones reconociesen a los victimarios-víctimas. Y que aparezcan en libros, unidades didácticas, exposiciones, redes sociales… Por supuesto, dejando constancia tanto de su condición de víctimas como de las sombras de su pasado. Ambas facetas son inseparables.

No obstante, reconocer no es lo mismo que homenajear. Y es que, cuando se homenajea a este tipo de personajes, se cometen tres errores. Uno, falsear su currículo y, por ende, la historia. Dos, revictimizar a sus víctimas. Y, tres, transmitir un mensaje peligroso a los jóvenes.

Acabemos con los homenajes a los victimarios-víctimas: los monumentos conmemorativos, como el dedicado a Carrero Blanco en su localidad natal, Santoña; las medallas, como la que se concedió a título póstumo a Manzanas; los nombres en el callejero, como la plaza Sagardia de Usurbil; y los actos públicos en su honor, como los que se siguen tributando a miembros de ETA.

¿Podemos llegar a un consenso sobre esto?