PODRÍA EMPEZAR este difícil artículo recordando a Nicolás Redondo Blanco, que se enfrentó a dos penas de muerte cuando terminó la Guerra Civil y siguió durante los años 50 y 60 luchando por la libertad en España desde su militancia socialista, entrando y saliendo de la cárcel, lo que le hace sobresalir junto con un puñado de socialistas y comunistas sobre otros que muy legítimamente abandonaron la lucha cuando recuperaron la libertad; podría continuar hablando de su hijo, que siguió el mismo camino casi tres décadas, obligando a su mujer a limpiar otras casas para mantener a la familia… podría hablar de Rubial, López Albizu, Enrique Múgica o Carmen García Bloise (que se trasladó a España después de años de exilio y añoranza por una España democrática) en el PSOE y de Saracíbar, Mancho o Barrabés (que igualmente volvió del exilio y que murió en gran medida solo pero con su dignidad intacta a pesar de muchos sucesos adversos al final de su vida activa) en la UGT. Podría hablar de todos ellos para gritar con toda la fuerza de la que soy capaz que aquellos grandes hombres, muchos hoy muertos y que sacrificaron gran parte de su vida por España y por el socialismo español, no se merecen el insólito y lamentable espectáculo que están dando unos dirigentes que, a falta de las ideas y del patriotismo que impulsan los sacrificios, nos muestran su falta de principios que unido a una ambición desbocada está llevando a ellos mismos, al PSOE y probablemente al sistema del 78 al abismo. También podría recurrir a las páginas menos gloriosas del Partido Socialista en los tres últimos años de la II República, retazos de una historia de la que sólo sobresale la dignidad de Besteiro y la autocrítica de Prieto en México, y que una visión oficial acrítica de nuestra historia ha olvidado convenientemente. Pero, recordar minuciosamente las vidas de estos socialistas contemporáneos o la irresponsabilidad de algunos históricos que forman parte de una iconografía trasnochada en algunas casas del pueblo, de las que muchos de los dirigentes actuales no saben nada, ni serviría probablemente para que recapacitaran ni me permitiría analizar racionalmente la crisis que está llevando a uno de los pilares de la democracia a un colapso generalizado del que no saldrá sin graves traumas.
El Partido Socialista lleva tiempo sin identidad propia. En algunas comunidades denominadas «históricas» el socialismo se ha adaptado de tal manera al ambiente nacionalista dominante que le ha sido imposible diferenciarse de los nacionalistas; tan sólo cuando éstos se han convertido en insurrectos y han empezado a hacer gala del desprecio a las leyes, tribunales y parlamentos democráticos, hemos vislumbrado un tibio intento de oponerse a las pretensiones del adversario, aunque tal vez demasiado tarde para no caer en la nada y en la periferia de la política en esas comunidades. Arrastrando el déficit de no saber qué idea de país se defiende, los socialistas se encontraron con Podemos, expresión de una indignación social provocada en todo Occidente por las consecuencias de la gran crisis económica sufrida en los 10 últimos años; y en vez de encauzar con alternativas socialdemócratas la reacción social, el socialismo se dispuso a mantener, por lo menos intelectualmente, una posición subordinada ante la nueva formación, imitando en parte sus comportamientos e idearios. Ambos casos, la asimilación al entorno dominante o las nuevas expresiones políticas, ocultan la falta de soluciones propias. Si a la falta de proyecto ideológico para los aspectos más centrales de la sociedad, unimos un empobrecimiento del capital humano y un aumento del sectarismo, necesario para sobrevivir cuando el ideario desaparece, encontraremos las causas del decaimiento del socialismo español.
En estas circunstancias cualquier decisión que trasvase las fronteras que marca el sectarismo, se convierte en imposible. Ha sido la formación del gobierno uno de los factores que ha iniciado la crisis, pero la causa para abrirla podría haber sido cualquier otra… venía de atrás, no le dieron solución cuando se podía hacer con tranquilidad y desde entonces todo ha ido empeorando. Pedro Sánchez perdió –y es cabal reconocer que no fue el único responsable– las elecciones generales en diciembre del año pasado y no pudo formar gobierno, volvió a perder con más contundencia las de junio y seguimos sin Gobierno, pero en estas últimas su responsabilidad es mayor por el hecho de perseverar tras el primer fracaso; además con sus ideas sobre la formación de gobierno y con su «no es no» como bandera hemos competido en Galicia y Euskadi con resultados históricamente adversos. No conozco a nadie, absolutamente a nadie que yo estime por su inteligencia y su dignidad, que no hubiera puesto ya su cargo a disposición de los órganos democráticos del partido. No encuentro precedentes y no veremos en el futuro una tozudez más torpe. Una vez iniciados los movimientos sísmicos provocados por el descontento, Sánchez ha buscado una mínima legitimidad, que hasta en los casos más inverosímiles todos los seres humanos necesitan, en argumentos estatutarios que decaen ante la responsabilidad de enfrentarse a las consecuencias de sus actos y en una especie de confabulación para convertir al partido en un instrumento de apoyo a la derecha. Las argucias legales para convocar un congreso y unas primarias en medio de una crisis política como la que vive España decaen para cualquiera que no viva en el ambiente irrespirable de una organización comida por el sectarismo. Y no me sorprende que en ese hábitat los contrarios a Sánchez esgriman argumentos de naturaleza exclusivamente estatutaria olvidando el imprescindible debate político que requiere desde hace años la situación del PSOE. Tiene más enjundia, por lo que significa, la segunda invectiva, la que hace del grupo opositor a Sánchez un instrumento del PP. No carece de legitimidad quien propone un Gobierno alternativo al pretendido por Rajoy, aunque yo crea que esa opción llevaría al PSOE a la desaparición, a España al desastre y que coligados con Podemos enajenaríamos la herencia más brillante del socialismo: su protagonismo en la modernización de España desde la Transición. El inconveniente de esta opción es que no cuenta con los votos suficientes para hacerse realidad, los de Ciudadanos no eran partidarios de mezclarse con Podemos y ahora las posibilidades son menos que ninguna. Pero tampoco carece de legitimidad la posición contraria, la que defiende permitir al partido de Rajoy gobernar una vez que ha ganado dos veces consecutivas las elecciones y siguiendo los socialistas sin contar con los apoyos para conseguir un gobierno razonable.
Yo he defendido desde el día 27 de junio esta última opción por motivos suficientes y que no me hacen prisionero de Rajoy, ni de ningún otro tenebroso círculo maligno de la derecha. Desde mi punto de vista, al que he llegado libremente y sin las dudas que siempre impone la ambición legítima de quien no se conforma con quedarse donde los votos le han situado, la abstención condicionada habría sido un acto de responsabilidad, imprescindible para pasar de ser el primer partido de la oposición a ser una verdadera y poderosa alternativa a la oscuridad que acompaña al actual inquilino de La Moncloa. A la vez, la abstención condicionada, que no tiene nada que ver con los gobiernos de coalición, habría permitido al PSOE ser el dueño de las llaves de la legislatura, pudiendo acometer las reformas imprescindibles para apuntalar el sistema. Si estas ventajas de política general fueran insuficientes para los más obtusos, tendríamos que hacerles notar que además atesorarían el tiempo necesario para que desfalleciera la rutilante marca de Podemos, presa en esas circunstancias entre hacer un papel responsable que se asimila poco a su naturaleza o convertirse en una «oposición inútil y gamberra». No seríamos un partido en manos de la derecha, bien al contrario, el PP estaría subordinado a nuestra iniciativa. Pienso que esa opción tan legítima como la contraria, pero posible para el PSOE y beneficiosa para España, no se ha tomado por el complejo que provoca Podemos y por premuras de naturaleza personal encubiertas de caducos clichés ideológicos.
EN CUALQUIER CASO, la dirección que ha tomado la crisis, como siempre que no hay ideas alternativas, ha sido la palaciega, la oscura, la reglamentista, la que llevará al PSOE a un debate puramente de poder, trasladando la impresión a la sociedad de que sólo se trata de un «quítate tú para que me ponga yo». Esas guerras civiles en los partidos suelen tener un final establecido por la ira y la irracionalidad de los combatientes, lo que algunos poetas y muchos imbéciles confunden con el destino, y ese fin no es otro que atracar en la nada, convertirse en lo que ningún votante, ningún militante y ningún dirigente quiere que se convierta su formación política… en innecesaria o, peor aún, en perturbadora. Llegados a esta situación sólo nos queda un camino para salvar los muebles, la dignidad y la utilidad del PSOE: un acuerdo mínimo entre las partes contendientes que imponga renuncias y sacrificios personales a los combatientes. ¿Tendrán la grandeza suficiente para llevarlo a cabo? En todo caso que piensen un minuto en aquellos que he mencionado al principio de este artículo y otros muchos más anónimos que han vivido y viven el Partido Socialista con una intensidad y una pasión que no merecen el comportamiento de sus dirigentes.
Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.