EL CORREO 10/01/15
JAVIER ZARZALEJOS
· En Europa, el déficit de ciudadanía conduce al debilitamiento de las exigencias cívicas, movido por un equivocado sentido de la tolerancia
Todos somos ‘Charlie’, de acuerdo. Pero después de ese arrebato declarativo, permanecen casi intactas las cuestiones clave que sigue planteando el atentado de París, como antes Londres, Madrid, Nueva York o Washington. ¿Hay una estrategia para afrontar ese desafío nítidamente lanzado sobre el mundo occidental, sus valores y sus libertades? ¿Estamos avanzando en los consensos políticos y sociales sobre las claves de integración de crecientes comunidades musulmanes en nuestros países? ¿Se han definido con la suficiente concreción y medios las necesarias estrategias para prevenir los procesos de radicalización sin los que no se explica la reproducción del yihadismo en las sociedades occidentales?
Las respuestas no son todo lo satisfactorias que requiere la amenaza. Desde la eliminación de Bin Laden se extendió, precisamente desde Estados Unidos, una errada sensación de triunfalismo, dando prácticamente por acabada a Al-Qaida, lo que llevó a creer que el yihadismo había perdido la capacidad de actuar en Europa y America salvo las acciones aisladas de ‘lobos solitarios’. El surgimiento del Estado Islámico (EI) en Siria ha sido la evidencia más destacada –pero no la única– de que aquellos análisis dictados por la euforia estaban fuera de lugar. Tropas americanas han vuelto a Irak y la misión en Afganistán se ha prorrogado de hecho. Mientras esto ocurre, en Libia las fuerzas asociadas al EI mantienen su impulso en este Estado, parece que irremisiblemente fallido.
El pasado año se cerró con la atrocidad de la que fueron víctimas los alumnos de la escuela de Pesahawar. 2015 se ha abierto con el atentado no menos sangriento contra ‘Charlie Hebdo’. La campaña terrorista en Europa no parece que vaya a remitir en las intenciones de los yihadistas. Y no son ‘lobos solitarios’ sino individuos adiestrados, capaces de manejarse con la frialdad sanguinaria que exhiben, musulmanes radicalizados pero no ajenos a las sociedades en las que atentan.
Hay un marco conceptual dominante todavía en muchos sectores políticos y de opinión que lastra la estrategia frente al yihadismo. Por un lado, se niega el conflicto con el argumento de que el yihadismo es absolutamente minoritario dentro del islam. Por otro, se lleva a cabo un ejercicio obsesivo de introspección que siempre termina con la autoinculpación de Occidente como causa última generadora de la frustración que conduce a la masacre. El repertorio es amplio, desde los efectos del colonialismo, hasta la posición en el conflicto palestino-israelí, porque todo parece que vale para alimentar este relato que, en el fondo, presenta al terrorismo yihadista como una suerte de expiación de los pecados occidentales. Tanto da explicar los atentados porque se intervino en Irak como por no haber intervenido en Siria.
Pero el conflicto existe y, sin duda, tiene un profundo componente civilizacional que se dilucida en el terreno de los valores básicos como son las libertades, la igualdad ante la ley, el Estado de Derecho, la democracia representativa, y la autonomía de la sociedad civil y de los individuos frente a la imposición totalizadora del islam. Las expresiones ridículas a las que llegado la extensión de lo políticamente correcto falsea y oculta la verdadera dimensión de esta amenaza y emite un mensaje de debilidad e indiferencia hacia la defensa de los valores que conforman nuestras sociedades –de las que los musulmanes ya forman también parte–, que constituyen una invitación a que los radicales sigan avanzando en ese camino de fanatización antioccidental hasta llegar al estadio de la violencia.
Esta es una cuestión central porque el yihadismo es una amenaza global pero con anclajes locales, una inspiración exterior pero que encuentra eco en sujetos que han nacido y vivido, estudiado y crecido en las sociedades que atacan. Cuando se produjo el atentado de Londres en julio de 2005, fue el entonces primer ministro Blair el que declaró que «las reglas del juego habían cambiado», en alusión al modelo de tolerancia multicultural de Reino Unido. Ahora, tras el atentado de París, se someterá a examen la crisis del modelo republicano francés, sus límites, o la incapacidad para mantener vigentes sus pilares como la educación pública, la laicidad, el prestigio de sus élites burocráticas y la fuerza real y simbólica del Estado. Por unas causas o por otras, las naciones europeas están fracasando a la hora de hacer ciudadanos. Tal vez Estados Unidos, entre los grandes países democráticos, sea el único que conserva esa capacidad para generar ciudadanía a partir de una extraordinaria diversidad cultural. En Europa, el déficit de ciudadanía conduce al debilitamiento de las exigencias cívicas, movido por un equivocado sentido de la tolerancia. Las lealtades nacionales de carácter cívico se sustituyen por las identitarias de religión o grupo, alimentadas por la comunidad virtual creada en la red que proporciona un medio muy accesible para extender un nuevo sentimiento de pertenencia. El eco que el yihadismo encuentra, no ya entre quienes deciden matar sino entre los muchos que simpatizan con ellos, es la expresión más preocupante de este vacío, del desarraigo cívico en el que el Estado de Derecho queda desalojado frente a la sharia. Después de identificarnos todos como ‘Charlie’, este debería ser el asunto al que tendríamos que empezar a dar respuesta.