José Luis Zubizarreta-El Correo

Con el título que encabeza este artículo escribió Lenin en 1902 un ensayo fundamental que, alejándose de las socialdemocracias y apuntando ya hacia el socialismo rupturista, establecía unos principios ideológicos y organizativos que sirvieran para convertir las esporádicas y cortoplacistas acciones sindicales de protesta y reivindicación en un movimiento estable, compacto y cohesionado de carácter revolucionario. Menciono el texto sólo con la intención de indicar que la pregunta «qué hacer», si bien nunca está ausente de la mente del político, se vuelve más acuciante cuando las circunstancias devienen inciertas y se erigen en parteaguas de actitudes y trayectorias. Y, salvando las distancias respecto de la encrucijada de Lenin, el ambiente de incertidumbre y confusión en que vive hoy la política española es la causa de que en muchas mentes haya surgido, espontánea, la misma pregunta que inquietaba al político ruso.

Se la está formulando, por ejemplo, Podemos respecto de su papel como socio del Gobierno, al tiempo que inquieta a Izquierda Unida en su urgencia por cohesionar el heteróclito grupo de Sumar. Pero, en estas líneas, me centraré en cómo se la planteará un PNV enredado en un batiburrillo de partidos en el que se siente tan ajeno como incómodo, además de comprometido con medidas que sólo ocasional y tangencialmente comparte. Y, al hacerme mi pregunta sobre su pregunta, se me ocurrió retrotraerme a aquel 31 de mayo de 2018 en que Aitor Esteban subió a la tribuna del Congreso para exponer la postura de su partido sobre la moción de censura que Pedro Sánchez acababa de interponer contra Mariano Rajoy, aprovechando la literalidad de una efímera línea de la sentencia que condenaba al PP por financiación ilegal.

Al portavoz jeltzale se le notó titubeante desde el inicio de su intervención. Le parecía injusto que, sobre los hombros del PNV, de intereses exclusivamente vascos, se echara la responsabilidad de jugar un papel tan decisivo en el éxito o fracaso de aquella moción precipitada e inconcreta, producto del enconamiento entre los dos grandes partidos del Estado. Era consciente de que, «si la situación anterior era ya un hervidero, la resultante sería un pimpampún». Y desconfiaba del desorden que pudieran causar tanto la creciente hostilidad entre Ciudadanos y Podemos como el frontal enfrentamiento que se recrudecería entre populares y socialistas. «No le arriendo la ganancia», le espetó a Sánchez, dejando traslucir su escepticismo. Con todo, se había creado, transcendiendo el aspecto jurídico de la sentencia, «una percepción social y mediática» que planteaba el enojoso dilema de, «o bien encubres la corrupción, o bien te haces responsable de la inestabilidad». Frente a tal disyuntiva, la intervención de Esteban se convirtió en una secuencia entrecortada de titubeos, dudas e incómodas cautelas. Decidió, por fin, a regañadientes, dar apoyo a la moción, más resignado que entusiasta y forzado por el ambiente exterior que movido por propia convicción. No olvide el presidente, terminó diciendo, «el privilegio que le estamos otorgando». A ciegas, añado yo, porque, tal y como había dejado claro el portavoz vasco, nada se había programado ni acordado.

Como yo, Esteban habrá releído aquellas palabras y, por lo que a él toca, evaluado el tiempo desde entonces transcurrido para decidir ahora «qué hacer» en la actual situación. Y habrá visto que hoy, aunque no medie sentencia judicial, pero sí temor a su amenaza, la «percepción social y mediática» que inquieta al ciudadano apenas difiere de la que entonces lo preocupaba. La única diferencia es que nadie se ha atrevido aún a interponer moción alguna y que, caso de que se presentara, las circunstancias despejarían del ánimo del político vasco cualquier tentación de apoyarla. El horror que causa la única alternativa hoy posible excluye, en efecto, tal posibilidad. El «discurso golpista» que, según la lenguaraz vicepresidenta Montero, difunde la oposición es la vacuna que inocula la decisión inmovilista de quedarse cada uno como está. Quienes se sumaron a la moción del 2018, entusiastas, unos, y renuentes, como el vasco, otros, se hallan así uncidos a un yugo bajo el que tienen que doblar la testuz sin poder sacudírselo. Y es que la polarización obceca mentes y secuestra voluntades. Pero el «pimpampún» que entonces anunció Esteban y que todavía creemos poder detener con sólo aguantar sus embates desbordará un día toda capacidad de resistencia, a no ser que, abandonado el sectarismo, se imponga de nuevo ese moderantismo de arreglo y acuerdo, pragmático y humilde, que, como el agua bendita al diablo, ahuyenta la polarización.