Olatz Barriuso-El Correo
- Una consulta inédita para frustrar una opa; un «sabotaje» para maquillar otra jornada de caos… Sánchez se aferra al relato para hacer de la crisis permanente su razón de ser
Fue Juan José Ibarretxe el que popularizó un latiguillo -qué hay de malo en ello- para justificar su obsesión con el referéndum, la consulta, el derecho a decidir, en definitiva, con aquel empacho de soberanismo identitario que a punto estuvo de fracturar la sociedad vasca por la mitad. «¿Para qué quiero ser lehendakari si no puedo preguntar a los vascos?», solía argumentar, en una formulación primigenia de lo que hoy llamaríamos, sin titubeos, populismo. Después vendría lo de la «casta» como némesis de la «gente», marca Podemos, que acabó naufragando por culpa de un chalé en Galapagar. La exaltación del nacionalismo madrileño como un oasis de libertad en el que no te encuentras a tu ex, cortesía de Díaz Ayuso, siguió horadando la senda de lo que se entiende por política exitosa en España. Y ahora ha llegado, ‘made in’ Pedro Sánchez, una versión destilada y exquisita de esa manera de proceder, la de retorcer el discurso hasta extremos insospechados en respuesta al caos, a las estrecheces políticas o al chantaje de los socios para así hacer pasar por épica del buen gobierno lo que no es más que un juego de supervivencia extrema que tendría su gracia en un ‘reality’ televisivo pero no la tiene en absoluto cuando se ve afectada, y de qué manera, la vida diaria de los ciudadanos.
Los ejemplos abundan. El último, el inédito anuncio -con otras palabras, claro está; hay que guardar las formas- de que la opa del BBVA al Sabadell se resolverá por los derroteros de la política y no de los mercados. Algo que, en el lenguaje del Gobierno, se introduce como una «consulta pública» -qué hay de malo en preguntar-, para adecuar la operación de compra del banco vasco sobre el vallesano al «interés general». Una ‘bomba’ política que se detona frente a los propios interesados y frente a la flor y nata del empresariado catalán, curiosamente los mismos que viajan con frecuencia a Waterloo para hacer partícipe a Puigdemont de las iniciativas gubernamentales que es conveniente frenar. Por ejemplo, la opa -que había metido en un buen lío a Junts tras el voto a favor de su consejero, Pere Soler, del dictamen favorable de Competencia- o la reducción de la jornada laboral abanderada por Yolanda Díaz, que queda herida de muerte tras confirmar los neoconvergentes que presentarán enmienda de totalidad, algo que se veía venir desde hace meses.
Lo llamativo no es que el expresident catalán marque el paso de la legislatura -eso ya no es noticia- sino que esa necesidad de salvar la cara a los aliados independentistas como visado para seguir en Moncloa se presente como un audaz ejercicio de innovación política y no como una intromisión en una operación corporativa, como parece el caso.
Ayer mismo, el ministro Óscar Puente calificó de «grave sabotaje» el robo de cable que, una semana después del gran apagón, volvió a sembrar el caos en las líneas férreas de alta velocidad Madrid-Andalucía. De nuevo, asoma el relato épico -quien cometió la tropelía «sabía lo que hacía», deslizó el ministro, presentando al Gobierno como la víctima del desastre y no como elemento propiciatorio del caos- en lo que, a la espera de nuevos datos, parece un caso de delincuencia común agravada por fallos de gestión.
En la misma dirección apunta que, el mismo día que el Gobierno admite que Red Eléctrica ya le había advertido en enero de un posible colapso del sistema por no poner los cortafuegos adecuados a la entrada masiva de renovables, la hipótesis del ciberataque -que convence a un nada desdeñable 26,6% de los ciudadanos, según el CIS- siga formalmente abierta y sobre la mesa. Sánchez la mantuvo viva el mismo día que repitió hasta la saciedad el sintagma «operadores privados», un saco en el que metió a Redeia pese a estar participada en un 20% por dinero público. Menudencias si de lo que se trata es de redondear la narración de un Gobierno progresista y esforzado, confrontado a los manejos de los malvados capitalistas.
Lo sustancial es que, en ese relato de lucha denodada contra un estado de crisis permanente, el Gobierno se hace fuerte y justifica su propia supervivencia. No sólo porque distrae la atención de los Ábalos, hermanos y esposas, sino, sobre todo, porque ahonda en una narrativa de héroes contra villanos que, en la era del populismo como receta ganadora, tiene su público. Así que, mientras no sea el PSOE el que entone un ‘hasta aquí hemos llegado’, la épica sanchista seguirá siendo el santo y seña de su manual de supervivencia.