Es comprensible la conmoción causada por el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca entre los observadores internacionales, tras unos resultados que indudablemente se alejan mucho de los deseables.
Pero los actores políticos, económicos y mediáticos deben metabolizar sin demora el cambio de escenario geopolítico que seguirá a las elecciones presidenciales estadounidenses de este martes.
Europa en particular debe acometer cuanto antes este reajuste, dado que será una de las regiones más afectadas por el vuelco económico y en materia de exteriores que previsiblemente traerá la reelección de Trump.
Y por eso es razonable que los líderes de la Unión Europea, en lugar de alimentar la confrontación, se hayan decantado por felicitar a Trump por su victoria y ofrecerle una colaboración amistosa. Al mismo tiempo que, liderados por Alemania y Francia, los Estados miembros van a retomar el marco de la autonomía estratégica, para reforzar a Europa frente a la guerra comercial y el menor compromiso militar de EEUU en la seguridad colectiva que se adivinan en el horizonte.
Es inevitable que la UE haya optado por la vía pragmática de adoptar una postura conciliadora con Trump para mantener el statu quo global. Pero la aplicación de esta tabla rasa no puede ser excusa para renunciar a exigir una restitución moral de la política.
Europa no puede dar su asentimiento tácito a una forma de hacer política basada en el insulto y la mentira.
Porque Trump encarna el estilo radiactivo que el extremismo está amplificando en nuestros días. Uno cimentado sobre las descalificaciones groseras y las amenazas al contrincante (sin ir más lejos, el republicano llamó «puta» a Nancy Pelosi en el cierre de su campaña), y sobre las insidias y la desinformación acerca de la situación de los países (como las falsedades de Trump sobre la mala marcha de la economía estadounidense o la inmigración descontrolada).
Cabría replicar a este diagnóstico funesto que la victoria de Trump se debe más bien a la flaqueza de una alternativa demócrata invotable.
Pero más allá de la mediocridad de la candidatura de Kamala Harris, es legítimo postular que una gran parte de la sociedad estadounidense se ha vuelto insensible a la dimensión moral de la política. Cada vez más ciudadanos se muestran indiferentes ante la diferencia entre la verdad y la mentira, la cortesía y el improperio, la limpieza y la corrupción, las convicciones democráticas y el autoritarismo.
No se puede soslayar que en este ocaso de la rendición de cuentas cívica confluye una pléyade de factores, entre los que se encuentran el exceso de información y la superficialidad de la conversación pública, que dificultan la pausa y la reflexión.
Pero los representantes de los países que aún no han sido carcomidos por el populismo deben esmerarse por sustraerse a la deriva demagógica que pende siempre sobre la política.
Es cierto que cada vez va a resultar más difícil ganarle al ruido y al matonismo. Pero las naciones europeas no pueden claudicar ante el empuje del cinismo y la polarización que están destruyendo todas las barreras éticas, y que también afecta al Continente.
La ejemplaridad debe ser un requisito indispensable para poder ostentar cualquier representación pública. La degradación del sistema político estadounidense consumada este martes obliga a un rearme de los defensores de los valores democráticos fundamentales.