- Quienes bendicen diversiones embrutecedoras para congraciarse con las nuevas generaciones las están condenando a la eterna adolescencia que implica la renuncia al refinamiento.
Una de las manifestaciones más llamativas del desfondamiento intelectual que ha sufrido la izquierda posmoderna es la sustitución de su incisiva crítica de la cultura de masas por una actitud de indulgencia hacia ella.
En un mundo deconstruido, poscolonial y no eurocéntrico, el canon occidental se volvió sospechoso de capricho enunciado desde una posición de privilegio. Lo conveniente era borrar la frontera entre alta y baja cultura, rehabilitada bajo el sintagma de cultura pop.
La proliferación de formatos que trajo la irrupción de internet puede verse como el último estadio de este proceso de revalorización sucesiva de la televisión, los cómics o los videojuegos. Quienes se resistían a acoger estas nuevas expresiones artísticas quedaban relegados al vertedero de la Historia de los «cuñados» y los «pollaviejas».
Pero tanto ha degenerado la industria del entretenimiento que estamos sobradamente en condiciones de derribar este mito angélico, y vencer la aversión a recibir el baldón de «elitista» con que se ridiculiza a quienes execran los nuevos pasatiempos.
Porque el auténtico «intelectualismo» no es el de quienes denuestan, desde el apego a lo clásico, los productos de la infracultura digital que todo lo apisona, sino el de quienes se afanan por dotar de dignidad intelectual a lo que no constituye sino la actualización de la más familiar telebasura.
Porque «clasismo» no es el ademán en el que incurren quienes cuestionan los hábitos de consumo de las clases populares, sino el de quienes confinan a estas en una estrecha visión proletarizada que no las considera acreedoras de un mayor refinamiento intelectual.
«Odias el reguetón por el rencor poscolonial»
El reguetón: https://t.co/TM3xLcuql9 pic.twitter.com/sNg25NzOro— Lupe Sánchez (@Proserpinasb) July 27, 2025
Desde hace décadas circula una corriente de exaltación acrítica de lo popular, que confunde lo multitudinario con lo masivo, olvidando que tan «popular» puede ser la enésima variación de la smash burger de una cadena de comida rápida como un tradicional menú del día.
Y de esta manera ha coagulado un discurso que ha bendecido las formas más alienantes de entretenimiento y que ha prestigiado lo vulgar, contribuyendo a la celebración del subdesarrollo espiritual.
Y son las nuevas generaciones las más damnificadas por este relativismo cultural que ha confundido la benevolencia hacia los placeres sencillos con la bonificación de los gustos aberrantes.
Sorprende que a quienes se precian de poseer una acerada perspectiva materialista se les escape cómo su ideario ha legitimado una lumpenización de los divertimentos que funciona como correlato de la desposesión patrimonial de las nuevas generaciones.
Todas estas reflexiones vienen a colación de algunas imágenes que ha dejado la última edición de La Velada del Año, el macroevento de boxeo amateur con el que Ibai Llanos ha batido el récord de la retransmisión más vista de la historia de Twitch.
Con análogo virtuosismo mercadotécnico al de las americanadas, capaces de hacer de cualquier mamarrachada un show antológico, Ibai hospedó una maratoniana sucesión de combates entre streamers e influencers donde lo más trascendental fue la media docena de actuaciones de reguetoneros y traperos que la amenizaron. Esos karaokeros de autotune prefabricado, ritmos tribales y bailes lúbricos, que los entusiastas de lo «latino» nos quieren hacer pasar como un nuevo hito de la civilización hispana.
Cierto es que las canciones de reguetón nunca han sido precisamente antífonas marianas. Pero pasma advertir cómo estas letras, todas sin excepción de temática venérea, han convergido directamente con la pornografía —otra manifestación de la cultura popular contemporánea.
No me resisto a transcribir la letra de una de las artistas que actuó en La Velada:
¿Qué vas a hacer hoy?, baby, vamo a vernos
Somos dos bellacos que nacimos pa comerno
Déjalo adentro, sí, déjalo adentro
Mírame cuando chingamos, en tus ojos me pierdo
Uh, ah, uh, sí
No la saques, papi, please
Estamos bien calientitos, prende el AC
Después de venirse rico, en la puntita le doy kiss.
La Velada es un fenómeno interesante como muestrario de las principales costumbres embrutecedoras que ha popularizado la decadencia occidental.
En ella está representada la cultura bulímica de la gratificación inmediata, del all you can eat, de los ultraprocesados y las bebidas energéticas.
La cultura dopamínica de las «interacciones» en la hoguera de las vanidades de Instagram.
La abducción en el bucle del scroll infinito. La devastación de la capacidad de atención en el mundo de los microvídeos de quince segundos de los reels y los tiktoks.
La falta de originalidad de los contenidos de los streamers, replicantes producidos en serie, localizable igualmente en las interminables sagas de remakes en el pseudocine de superhéroes del que se alimenta la industria cinematográfica contemporánea.
La idolatría de personajes que sólo ameritan su propia fama, y que no mueven a la emulación con su ejemplo, sino que influyen. La lógica de lo viral, que remite al contagio y a la reproducción automática. Al esclavo e irreflexivo seguimiento de las «tendencias».
Por último, y espero no ofender porque no lo digo por nadie en concreto, el desprecio que subyace de calificar a La Velada como charca, me recuerda a cuando la izquierda intelectual menosprecia a una parte de clase trabajadora porque «no saben votar».
A un doctor en sociología…
— Edu Riera (@Edu_Riera_) July 27, 2025
La obturación de la imaginación a la que conduce el exhibicionismo de la sociedad de la imagen y la retransmisión exhaustiva en directo. La virtualidad enajenadora del mundo espectral de las pantallas. «El embrujo paralizante de la computadora», que decía Iván Illich.
En definitiva, esta involución del entretenimiento nos devuelve la precaria condición del hombre-masa del tardocapitalismo. Esos sujetos flotantes, uniformados por un monocultivo global, incomunicados pero telecomunicados, anulados por un maridaje de sobreestimulación y narcóticos.
La esclavizante invitación a la intemperancia que reflejan fenómenos como La Velada es en esencia la actualización, en la sociedad de consumo, de lo que Flaubert motejó en el siglo XIX de «culto al vientre».
Y en este contexto social, quienes aplauden estas diversiones primitivas por un prurito de congraciarse con las nuevas generaciones están condenando a los jóvenes a la eterna adolescencia que implica la renuncia al propio perfeccionamiento.
Miguel Delibes criticó, ya hace muchos años, la idea acomodaticia de que la cultura debe estar condicionada por el medio ambiente, en lugar de ser la cultura quien se esfuerce por dignificarlo.
Y frente a «los paladines de las nuevas tendencias», que «justifican sus extravagancias por la fidelidad obligada del artista a la época en que vive», Delibes defendió «otra manera de ser fiel a la época en que [se] vive»: «Tratar de arrancar de su mediocridad, de su materialismo exacerbado, de su vacío mental, a la sociedad en torno, profundizando en el hombre sin renunciar a la belleza«.
Seamos pues fieles a nuestra época de esta manera.