Editorial-Vozpópuli

  • España no puede seguir dependiendo de cómo quieran administrar la verdad los viejos compañeros de correrías del presidente del Gobierno

España vive una situación insostenible. No es una afirmación apocalíptica ni un eslogan de oposición. Es una realidad que cualquier observador riguroso puede verificar tras un somero análisis de la actualidad política, judicial y económica del país. La pregunta ya no es si esta crisis tiene solución, sino cuánto más puede prolongarse esta agonía sin que haya que pagar un precio difícilmente asumible por lo que cada vez se parece más a un irresponsable salto en el vacío. Un salto al vacío sostenido sobre una vocación cesarista, una concepción intervencionista del poder a toda costa, una arrogancia personal del presidente del Gobierno y la hipocresía de unos socios que con su apoyo a Pedro Sánchez se han convertido en cómplices de todo un estercolero de corrupción. En efecto, el precio difícilmente asumible que el sanchismo se está cobrando de todos los españoles es una degradación de la democracia inédita desde que se instauró.

La cascada de escándalos de corrupción que sacude al Gobierno alcanza proporciones históricas. Hoy, un juez ha enviado a prisión a José Luis Ábalos, exministro de Transportes y exsecretario de Organización del PSOE, y a su antiguo colaborador, Koldo García. Hace 24 horas, otro juez reclamaba al PSOE los justificantes de los pagos en metálico realizados desde que Pedro Sánchez es secretario general del partido y hasta 2024. El sucesor de Ábalos, Santos Cerdán, recién excarcelado, es citado como testigo en el ‘caso Leire’, otra fosa séptica cuya profundidad tratan de esclarecer los tribunales.

Ya no es posible sostener como pretende el Gobierno que estamos ante casos aislados o «garbanzos negros» que puedan separarse del árbol, sino ante un entramado cuyas conexiones confluyen en el mismo sitio: la cúpula del partido y del Gobierno. Cuando dos exsecretarios de Organización del PSOE están en el punto de mira judicial simultáneamente, cuando el hermano del presidente está a punto de sentarse en el banquillo por prevaricación y tráfico de influencias, cuando la esposa del jefe del Ejecutivo está también siendo investigada por distintos delitos, la narrativa de la excepcionalidad deja de ser creíble. Nada ha sido excepcional y no puede obviarse que el vértice de todo el entramado, quien necesariamente tenía que estar al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor, es Pedro Sánchez. Sin él, toda esta trama, esta organización criminal -así la define el Tribunal Supremo– sencillamente no habría existido. No habría sido posible. Por tanto, por acción o por omisión, Sánchez es responsable político de todo cuanto acontece y debería dimitir y convocar elecciones generales para iniciar un nuevo proceso que deje de manchar la democracia como lo está haciendo. La última ofensiva, cultivar desde La Moncloa que en España existe «golpismo judicial», lo cual es falso, sólo demuestra que no tiene el menor interés de abandonar su concepto autocrático del poder.

El miedo en Moncloa, más bien pánico, es palpable. Y está justificado. Porque la nueva situación procesal de quien durante años manejó información sensible como número dos del PSOE, y fue hombre de la máxima confianza política de Sánchez, es desde hoy la principal amenaza existencial de este Gobierno. Ábalos sabe (como lo sabe Koldo y los supo desde el principio Víctor de Aldama) que solo hay un camino para minorar significativamente las consecuencias de sus presuntas responsabilidades penales: dar paso a una etapa de activa colaboración con la Justicia.

Y en paralelo, mientras la actualidad nos despierta cada día con un nuevo capítulo de este interminable y nauseabundo serial, el país sigue instalado en una suerte de atonía provocada por la falta de presupuestos y una parálisis parlamentaria que impide sacar adelante la más inocua de las iniciativas legislativas, no digamos ya las necesarias reformas estructurales que afectan a nuestra economía y que están recomendando organismos internacionales, como es el caso de la OCDE en lo que concierne a las pensiones.

En contra de lo que pregona el Ejecutivo, la situación económica no tiene nada de boyante. El paro sigue siendo estructuralmente elevado, la crisis de vivienda alcanza dimensiones dramáticas para toda una generación de jóvenes, la renta de las familias se ha desmoronado y la pobreza ha llegado a niveles inasumibles. Esta es la triste realidad de una gestión tendenciosa que ha situado la utilización de fondos públicos para capturar voluntades políticas muy por delante de la modernización del país.

Pero de todas las arbitrariedades perpetradas por este gobierno es la confrontación institucional espoleada desde el sanchismo la que va a causar un daño más profundo y duradero. La campaña contra el Tribunal Supremo tras la condena al fiscal general constituye un ataque directo a la separación de poderes. Magistrados de trayectoria intachable, algunos propuestos por el propio Sánchez para otros cargos, son ahora descalificados como golpistas judiciales.

Medios alineados con el Gobierno cuestionan la legitimidad de una decisión adoptada por cinco magistrados contra dos, como si la mayoría fuera insuficiente cuando no conviene al poder. Se critica incluso la celeridad del tribunal en hacer pública la condena, obviando que es una práctica común en casos de gran impacto social para evitar filtraciones y presiones.

Esta estrategia de descrédito sistemático de las instituciones no es gratuita. Responde a la necesidad del Gobierno de generar ruido y confusión para contrapesar las investigaciones judiciales que le señalan. Pero el coste para la democracia española es inmenso. Erosionar la confianza en la Justicia, alimentar teorías conspirativas sobre los jueces, presentar como persecución política lo que son investigaciones basadas en sólidos indicios, todo ello contamina el debate público y corroe los cimientos del Estado de derecho.

España necesita elecciones urgentemente. Un Gobierno que dedica cada vez más energía a limitar daños y a mantener a flote mayorías antinatura, o a desacreditar instituciones incómodas, no está capacitado para atender los problemas reales de los ciudadanos. Un Ejecutivo cuya prioridad parece ser proteger los intereses particulares de los investigados, empezando por la familia del propio presidente, ha perdido toda legitimidad.

La insistencia de Pedro Sánchez en agotar la legislatura hasta 2027 solo puede explicarse por su interés personal en mantener los privilegios y las prerrogativas del poder. No hay ninguna razón que justifique prolongar esta agonía. El país no merece esto. Los ciudadanos tienen derecho a un Gobierno que se dedique a gobernar, no a sobrevivir judicialmente. Las instituciones merecen respeto, no campañas de descrédito. Y la democracia española no puede seguir siendo ni un minuto más rehén de los silencios o de cómo decidan administrar la verdad los viejos y entrañables compañeros de correrías del presidente del Gobierno.