Siempre pasa lo mismo. Cuando el nacionalismo vasco trata de construir una pista de aterrizaje para los nacionalistas violentos, son ellos mismos los que la usan como pista de despegue. ‘Mutatis mutandis’, cuando la izquierda hace esfuerzos extraordinarios para hacer que los nacionalistas se sientan cómodos en una España plural, acaba contagiándose del prurito.
Artur Mas impartió la semana pasada una conferencia multitudinaria para proponer una refundación del catalanismo basada en el ‘derecho a decidir’, una de esas virguerías conceptuales que el nacionalismo vasco ha difundido por el mundo, una martingala que aparenta decir una cosa y mete otra de rondón. El derecho a decidir es un eufemismo bajo el que se esconde el hipotético derecho de autodeterminación, que es -era hasta que el concepto arraigó entre nosotros- la facultad de constituir un estado los habitantes de algunos territorios en proceso de descolonización. Se dice ‘derecho a decidir’, qué hay de malo en ello, mientras se piensa y se da a entender ‘autodeterminación’. Se dice ‘consulta’ como quien dice ‘referéndum’ con el aire inocente de querer decir ‘encuesta’. Mas lo ha dicho con frase certera: «Yo no digo ‘independencia’, pero el derecho a decidir lo incluye todo».
Artur Mas es un dirigente político de carisma contenido que ha cargado con la pesada tarea de administrar la herencia del pujolismo desde la oposición. Con él se terminaron 23 años de gobierno de CiU, en los que Pujol se conformó con gobernar a la sombra del Estatut de Sau. Sólo una parte ínfima de la sociedad catalana sentía la urgencia de reformarlo, un 4%, según encuesta de la Generalitat, publicada en ‘La Vanguardia’. Tuvo que producirse una venturosa conjunción de estrellas: Maragall, que llevó la reforma del Estatut a su programa electoral, y Zapatero, que el 13 de noviembre de 2003 le prometió en un mitin: «Aceptaré el estatuto que proponga el Parlamento de Cataluña».
En sus primeras elecciones como candidato, Mas sacó más escaños que ninguno de sus oponentes, pero la alianza tripartita le impidió llegar a la Casa dels Canonges. Maragall lo maltrató como jefe de la oposición: «vostés tenen un problema i aquest problema es diu tres per cent», le dijo el 24 de febrero de 2005 en el Parlament, alusión que fue comprendida a la perfección por nuestro héroe, a juzgar por su respuesta: «Vostè, senyor president, acaba d’engegar la legislatura a fer punyetes».
El agua no llegó al río y el esforzado convergente fue a ver al presidente Zapatero las dos veces que el Estatuto estuvo a punto de naufragar: el 18 de septiembre de 2005 pactaron la financiación y el 21 de enero de 2006 acordaron que Cataluña gestionaría el 50% del IRPF y del IVA y que recibiría una inversión del Estado equivalente en porcentaje al que Cataluña aporta al PIB durante siete años (unos 4.000 millones de euros).
El Estatuto aprobado por el Parlament fue reformado y sometido a referéndum. El resultado no admite comparación con el anterior: menos del 50% de participación; 14,3 puntos menos sobre el voto emitido; 16,12 puntos menos sobre el censo. El presidente del Gobierno había dicho en el Congreso el año anterior que la historia constitucional de España había sido un recetario de fracasos porque «se hicieron normas políticas con el 51%, y las normas políticas con el 51% para ordenar la convivencia acaban en el fracaso».
El argumento que valió para rechazar el plan Ibarretxe no valió para el Estatut. Los convergentes, tardíamente incorporados a la reforma estatutaria, disputaron a ERC la primera fila y Mas llegó a sobrepasar el pacto del Tinell al comprometerse ante notario en la campaña electoral de 2006 a no aliarse con el PP.
El resultado no podía ser otro: a pesar de mejorar sus posiciones electorales, Mas volvió a verse preterido, esta vez por un charnego. Y se nos ha echado al monte, a ver si así empiezan a respetarlo como a Carod Rovira.
Siempre pasa lo mismo. Cuando el nacionalismo vasco trata de construir una pista de aterrizaje para los nacionalistas violentos, son ellos mismos los que la usan como pista de despegue. ‘Mutatis mutandis’, cuando la izquierda hace esfuerzos extraordinarios para hacer que los nacionalistas se sientan cómodos en una España plural, acaba contagiándose del prurito. La izquierda ignora la sabia advertencia de Ortega y Gasset en mayo de 1932 sobre la inconveniencia de tratar de resolver de una vez por todas el problema catalán, porque el esfuerzo no haría sino enconarlo: «en cambio, es bien posible conllevarlo».
Azaña rebatió con brillantez a Ortega y su tesis sigue inspirando 75 años después la visión de la izquierda española, sin tener en cuenta que dos años después, Companys proclamaría el Estat Catalá contra la República. El 29 de julio de 1937, Azaña da cuenta en sus ‘Diarios’ de la razón que asiste a Negrín «respecto de los asuntos catalanes», al tiempo que cargaba contra «los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalitat y consortes», y se maravilla de que «los periódicos nunca han dicho la verdad sobre Cataluña».
Todo es interpretable. «Menos es Mas», gritó Mies van der Rohe para declarar inaugurado el minimalismo y el título de su manifiesto es también una divisa que repite para su consuelo el president Montilla.
Santiago González, EL CORREO, 26/11/2007