LAS CRISIS de seguridad suelen coger a muchos por sorpresa; pero solo porque han mirado hacia otro lado mientras las señales de deterioro se acumulaban hasta estallar. El caso de Barcelona ilustra bien esta lógica. De hecho, los tranquilos meses de verano se han visto alterados por una cadena de noticias sobre robos y homicidios en la ciudad que han despertado a la opinión pública a la escalada de criminalidad que sufre la capital catalana.
Habitualmente, los primeros síntomas del deterioro de la seguridad en una ciudad suelen verse en un incremento de las cifras de robos y otros delitos que no necesariamente involucran muertes (robos, reyertas, etc). Luego, a medida que la situación se deteriora, comienza a aumentar el homicidio impulsado por un aumento en la agresividad en las acciones delictivas. Finalmente, si no se interviene, los grupos criminales cristalizan y se hacen visibles hechos asociados con la consolidación de la delincuencia organizada como la extorsión o los ajustes de cuentas.
Barcelona comenzó esa deriva hace ya tiempo. Según fuentes del Ministerio del Interior, los robos con violencia pasaron de 9.650 en 2016 a 10.285 en 2017 y luego a 12.277 en 2018, un aumento sostenido de más de un 27% en dos años. La escalada ha seguido en el primer trimestre de 2019 con 3.549 delitos de este tipo, un 28,6% más que en el mismo periodo del año anterior. Al mismo tiempo, la crisis ha entrado en una etapa en la que se han empezado a acumular los homicidios. Si la ciudad sufrió un total de 10 asesinatos en 2018, ya suma 13 en lo que va de este año. Las cifras desmienten por sí solas a aquellos que todavía insisten en descalificar los reclamos de los ciudadanos por la inseguridad como un puro problema de percepción.
Para entender cómo se ha llegado a esto, es necesario mirar la situación de seguridad de la capital catalana como el resultado de la interacción entre el tejido social de la ciudad y el aparato de seguridad – Mossos d’Esquadra, Guardia Urbana, etc.– responsable de su protección. Desde esta perspectiva, la crisis se explica por dos cuestiones. Por un lado, la ciudad ha cambiado y hoy resulta más difícil de asegurar. Por otra parte, el sistema que debe controlar el crimen se ha debilitado sustancialmente durante los pasados años. Empezando por la primera cuestión, Barcelona se ha convertido en un espacio muy diverso y complejo. En los 15 años entre 2003 y 2018, el número de inmigrantes legales censados en la provincia ha pasado de 268.093 a 802.741. Paralelamente, el turismo se ha disparado hasta alcanzar la cifra de más de ocho millones de visitantes en 2018. Esto no quiere decir que el aumento de extranjeros sea el factor que explique el crecimiento de la delincuencia; pero ciertamente, en un ambiente más diverso, la policía suele tenerlo más difícil.
Además, Barcelona sigue mostrando los efectos de la crisis económica, sobre todo en su periferia donde municipios como Sabadell o Badalona mantienen tasas de desempleo superiores a las que tenían antes de la gran recesión. En este contexto, los problemas sociales se convierten en caldo de cultivo para el crimen. La capital catalana se enfrenta a un creciente consumo de narcóticos. De hecho, el número de heroinómanos ha experimentado un fuerte aumento y algunos estudios la señalan como la ciudad europea con mayor consumo de cocaína. Entretanto, zonas del centro urbano se enfrentan a la presencia de grupos de Menores Extranjeros No Acompañados (MENA), frecuentemente de origen norteafricano, que se han convertido en uno de los motores del crecimiento de la criminalidad.
Por su parte, el sistema de seguridad que protege la ciudad da crecientes señales de inoperancia fruto de una combinación de politización, mala gestión y falta de recursos. La aventura independentista pilotada desde la Generalitat ha tenido dos consecuencias nefastas para la seguridad. Por un lado, ha roto la neutralidad de los Mossos, donde se ha desatado una batalla sorda entre funcionarios favorables y contrarios al procés. Por otra parte, ha hecho casi imposible la cooperación entre el Gobierno central, la cúpula autonómica y las autoridades locales.
Mientas, el Ayuntamiento ha basado su abordaje del problema en una combinación de consignas y negación de la realidad. La alcaldesa Ada Colau ha ganado notoriedad por sus simpatías hacia el movimiento okupa y denunció la problemática de los manteros como consecuencia de una ley de extranjería que no deja trabajar a los inmigrantes ilegales. Esto va más allá de lo anecdótico porque el mensaje implícito es que algunos colectivos están en su derecho de vulnerar ciertas leyes –los derechos de propiedad o las regulaciones comerciales– si opinan que son injustas. Semejante planteamiento en boca de la máxima autoridad local solo puede tener efectos devastadores sobre el respeto a la legalidad.
Al mismo tiempo, el ajuste económico a resultas de la crisis ha pasado factura a las capacidades para mantener la ley y el orden. En los últimos tiempos, el debate se ha centrado sobre las condiciones salariales de los agentes –una reivindicación más que justa–, pero se ha hablado poco de los medios a su disposición –desde el estado de los vehículos hasta el equipo individual de los agentes–, que muchas veces son escasos o se encuentran en mal estado. Además, el diseño del sistema de seguridad se ha quedado obsoleto frente a nuevos retos como el caso de los MENA.
Así las cosas, recuperar la seguridad de Barcelona podría ser más difícil de lo que calculan los optimistas. Ciertamente, ha habido ciudades que han salido de situaciones aún más difíciles que la de la capital catalana. Ese fue el caso de Nueva York a comienzos de los 90 cuando desplegó una nueva estrategia de seguridad que redujo radicalmente el crimen y recuperó la ciudad para sus habitantes. Pero entonces fue una combinación virtuosa de nuevas técnicas policiales y voluntad política la que hizo posible el rescate. En Barcelona, el sistema de seguridad está cada vez más roto y no se vislumbra una mejora del clima político.
Román D. Ortiz es analista de seguridad.