Isidoro Tapia-El Confidencial
- Para los que vivimos fuera de nuestro país, una de las preguntas que escuchamos con más frecuencia en los últimos días es esta: ¿qué pasa en España?
Para los que vivimos fuera de nuestro país, una de las preguntas que escuchamos con más frecuencia en los últimos días es esta: «¿Qué pasa en España?». ¿Cómo es posible que el número de contagios se haya vuelto a disparar —236 casos por cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días, casi el doble que Francia (120) y a una distancia enorme del Reino Unido (33,5), Portugal (44,7) o Alemania (19,1)—? ¿Por qué la economía española ha sido, también con mucha diferencia, la más castigada por la pandemia?
Para los que hemos disfrutado parte del periodo vacacional en España, esta pregunta se envuelve en una doble paradoja. Porque una de las cosas que más llaman la atención al volver al extranjero (en mi caso, a Luxemburgo) es dejar de ver las mascarillas en las calles. Desde luego, se ven muchas menos que en España. ¿Cómo es posible que a pesar de que las medidas de protección, en apariencia más estrictas en España, los contagios no paran de crecer?
La respuesta, como es evidente, no puede ser unívoca. Como escribía Guillermo Cid en este medio hace unos días, la densidad de población es una de las variables que mejor explican la diferente incidencia del virus. Y España se caracteriza por los extremos: zonas vacías y ciudades muy densamente pobladas. 20 de los 33 kilómetros cuadrados más densamente poblados de Europa están en nuestro país, y muchos coinciden con las zonas más afectadas por el coronavirus.
También es posible que existan factores culturales: en España, la distancia cuando se conversa, incluso con desconocidos, es menor; se habla más alto, las reuniones son más numerosas, las familias más grandes y los contactos más estrechos. Todos ellos son factores que podrían contribuir a la rápida propagación del virus.
Pero volvamos a las mascarillas, y a la particular relación que los españoles hemos establecido con ellas, porque de alguna manera las mascarillas permiten describir aquello que en nuestro país se ha hecho diferente, en comparación con nuestros vecinos europeos, a lo largo de los últimos meses.
1. Falta de previsión. Cuando Alemania y Francia prohibieron la venta de mascarillas y otros equipos de protección fuera de sus fronteras, a finales de febrero, en España Fernando Simón declaraba: “No tiene ningún sentido que la población las utilice”. No se trata tanto de resaltar el cambio de criterio, que como es lógico debe adaptarse al conocimiento que tenemos sobre el virus. Pero precisamente porque los criterios son cambiantes, las autoridades de otros países han trabajado con varios escenarios en paralelo, mientras las nuestras se han movido de forma secuencial. Hasta que no se modificó la recomendación sobre el uso de las mascarillas, las autoridades españolas no hicieron nada para garantizar su aprovisionamiento. Todavía a principios de mayo, España renunció a participar en la entrega de cerca de 10 millones de mascarillas por parte de la Comisión Europea, a la que se acogieron países como Francia, Italia y Países Bajos. Todavía cuesta creer que durante semanas un producto tan sencillo de fabricar como una mascarilla fuese imposible de encontrar en nuestro país, y que nuestros sanitarios tuviesen que zurcirse sus propios equipos de protección.
2. Del vacío a la hiperregulación. Con una rapidez inusitada, el uso de las mascarillas en nuestro país pasó de un extremo al contrario. De no servir para nada a ser obligatorias en todas partes. Cuando se recorre este camino a tal velocidad, se producen dos efectos negativos: se crea confusión en la población y se deteriora la confianza en las instituciones. Ambos son también rasgos singulares de nuestro país.
Se ha escrito mucho sobre esa costumbre española de ‘normativizar’ conductas, de convertir en obligatorio lo que en otros países son simples recomendaciones. En el caso de las mascarillas, hay una agravante. Al convertirlas en ‘obligatorias’, se favorece su uso en espacios públicos, pero también implícitamente se acepta que se dejen de utilizar en espacios privados. Durante el verano, he sido testigo de reuniones familiares de 15 o 20 personas en las que todos estaban sin mascarillas, como si el virus solo lo pudiesen contagiar desconocidos. El resultado es que llevamos mascarillas cuando paseamos al aire libre (si no lo hacemos, aunque vayamos solos, siempre encontraremos a un conciudadano con vocación inquisitorial que se encargue de recordárnoslo), y nos las quitamos cuando estamos junto a otras personas en una reunión familiar o con amigos. El mundo al revés. La confusión en la población es hasta cierto punto comprensible. Pero no lo es que el Gobierno lance campañas y vídeos promocionales sobre si “salimos más fuertes” o “más unidos” antes de repetir sin descanso recomendaciones básicas sobre el uso de las mascarillas.
3. Deterioro de la confianza en las instituciones. Otro efecto de los bruscos cambios de criterio es el deterioro de la confianza ciudadana en las instituciones. En todos los países se han modificado recomendaciones a lo largo de los últimos meses, y es lógico que así haya sido. Vivimos una crisis sin precedentes, sobre la que cada día aparece nueva información. Pero precisamente porque la realidad tiene contornos suaves, no es lo mismo modificar una recomendación que convertir en ‘hiperobligatorio’ algo que tan solo unas semanas antes “no tenía sentido”. Hay una especie de urgencia de nuestras autoridades por ‘hacer algo’, ya sea obligar al uso de las mascarillas, prohibir fumar en espacios públicos o anunciar las primeras vacunaciones para diciembre (aunque pocos días después los resultados científicos se encarguen de desmentirlo). La falta de palabra de nuestros políticos, llevada a un nivel desconocido en los últimos tiempos, no es un asunto baladí, sino que socava uno de los cimientos más básicos que sostienen las sociedades: la confianza.
4. Falta de colaboración institucional. Quizás el elemento más singularmente español de esta crisis es la falta de colaboración entre las instituciones. Se podrá discrepar en quién ha sido responsable, pero no en el resultado: durante la primera fase de la crisis, el Gobierno central se puso al mando sin apenas contar con las comunidades autónomas (las medidas las anunciaba el presidente antes de comunicarlas después a los presidentes autonómicos). Durante la segunda fase, ocurre al revés: las comunidades están al mando, mientras el Gobierno central se pone de perfil. La falta de mecanismos de coordinación federal en nuestro modelo territorial es sangrante. A finales de la pasada década, se solía decir que teníamos el “sistema financiero más sólido del mundo”. También hemos escuchado a menudo que teníamos el “mejor sistema sanitario”, antes de que la crisis del covid pusiese de manifiesto sus carencias. Otro de los lugares comunes ha sido repetir que el Estado de las autonomías era uno de los grandes logros de las últimas década. No lo es. Tiene enormes carencias, y ha generado dinámicas políticas perversas. Pedir su reforma, y el establecimiento de los mecanismos necesarios, no debería entenderse como un renacimiento de un rancio jacobinismo, sino como la constatación, palmaria, de que el Estado está haciendo aguas para hacer frente a esta crisis.
5. ¿Hemos entregado la cuchara? La mayor frustración para cualquier observador de la crisis es la sensación de que las autoridades han empezado a entregar la cuchara. Que el Gobierno central, consciente (ya por fin) de las consecuencias económicas, y condicionado por el enorme desgaste político sufrido en los últimos meses, ha decidido mirar para otro lado. Uno de los momentos más melancólicos en la feliz vuelta al cole de estos días lo protagonizó una niña a la que le preguntaron si le molestaba la mascarilla: “No pasa nada —dijo—, es mejor eso que morirse”. Con parecida resignación se comportan ahora nuestras autoridades. La propuesta de un estado de alarma a la carta, formulada por el presidente del Gobierno, es un disparate de proporciones bíblicas, y el único resultado de esta estrategia miope es que otra vez vamos a llegar tarde, si se hace necesario adoptar medidas drásticas. Nuestras autoridades gastan su contundencia en asuntos menores, como las mascarillas o los paseos, mientras disparan con balas de goma cuando se hace preciso actuar con firmeza, ahora o a finales de febrero. Mascarillas sí, por supuesto. Llévenlas a todas partes. La molestia es mínima y la ganancia puede ser enorme. Pero ni es lo único ni seguramente lo más importante. Por algo, fuera de sus fronteras, a España ya no la conocen como el país de los conejos, sino como el de las mascarillas.