EDITORIAL-EL ESPAÑOL

Como un «muro frente a la ultraderecha». Así se definió Pedro Sánchez durante su discurso de investidura. A un lado de ese muro imaginario, el candidato colocó a feministas, sindicalistas, migrantes, comunidad LGTBI y, por supuesto, socialistas e independentistas. Al otro lado, a todos aquellos que se oponen a sus pactos con los independentistas y a la Ley de Amnistía, englobados en la etiqueta de derecha reaccionaria, derecha conservadora o ultraderecha.

Maniqueo, pero efectivo. Y la prueba es que Sánchez fue investido ayer presidente tras un discurso de investidura en el que muy pocos de sus argumentos fueron mucho más allá de esa burda simplificación de España y de los españoles.

Además de preguntarnos en qué lado del muro coloca Sánchez a Felipe GonzálezAlfonso Guerra, el Consejo General del Poder Judicial y todos los colectivos que se han manifestado durante los últimos días en contra de la Ley de Amnistía y de sus pactos con ERC, Junts, PNV y EH Bildu, este diario se pregunta también si el presidente gobernará para todos los españoles o únicamente para aquellos en el lado «correcto» del muro.

Resulta irónico que el mismo presidente que ha afirmado que todos sus pactos son fruto del diálogo y tienen como objetivo la convivencia entre españoles de todas las ideologías señale de forma arbitraria a la mitad de los españoles (como mínimo) y les coloque al otro lado de un muro imaginario del que él promete ser fiel guardián.

La metáfora no podría ser además más desafortunada. Porque sólo hay que recordar otros muros de infausto recuerdo, a la cabeza de ellos el de Berlín, con los que el comunismo separó al «paraíso socialista» del «infierno capitalista».

La pregunta es por tanto legítima. ¿Está destinado ese muro que Sánchez levantó metafóricamente durante su discurso de investidura a separar a los españoles «buenos» de los «malos» o a encerrar a los primeros para que no puedan dar el salto al «otro lado» en vista de la fragilidad de su mayoría electoral?

A lo largo de la mayor parte de su historia desde el Congreso de Suresnes de 1974, el PSOE ha sido un partido inscrito en la tradición socialdemócrata. Es decir, una formación de izquierda pragmática que no niega el derecho a la participación política de los ciudadanos que piensan de forma diferente a la suya, que acepta la existencia del libre mercado y que defiende la igualdad de todos los españoles.

¿Va a seguir el gobierno de Pedro Sánchez esa tradición o va a confirmar los peores augurios consolidándose como un gabinete frentista y polarizador? ¿Buscará Sánchez asentar su hegemonía sobre la demonización del 50% de los españoles?

Este diario ha repetido por activa y por pasiva, y volverá a repetirlo las veces que haga falta, que el gobierno de Pedro Sánchez es tan legítimo como legal. Que España no es una dictadura y que Pedro Sánchez no es un déspota, como afirma Vox. Pero eso no se contradice con la evidencia de que Sánchez ha llegado a la presidencia a lomos de un engaño a los españoles, pero sobre todo a sus votantes.

No es tampoco un buen augurio la noticia de que el nuevo gobierno de Sánchez va a tener un marcado perfil político, es decir ideológico, en detrimento de los perfiles técnicos. Porque eso vaticina una legislatura de confrontación y de radicalismo. Precisamente lo último que los españoles necesitan en estos momentos. ¿Va a entregar Sánchez ministerios clave a perfiles similares a los de Mónica García y Óscar Puente?

La Ley de Amnistía supone una amenaza suficiente a la estabilidad de la democracia española como para añadir un factor de enfrentamiento más. Haría bien por tanto Sánchez en someter la Ley de Amnistía a consulta entre todos los españoles. Si no lo hace, e insiste en la ficción de que los ciudadanos votaron «cualquier cosa» que salga de su gobierno, las próximas elecciones europeas se convertirán en un referéndum sobre su persona.