Cristian Campos-El ·Español 

Nayib Bukele ha ganado las elecciones en El Salvador con un resultado más propio de regímenes comunistas que de una democracia. Un 85% de los salvadoreños, según sus cálculos, ha avalado su política de fiereza contra la delincuencia, que ha transformado un país con niveles de violencia guerracivilistas en el más seguro de Hispanoamérica.

El diario salvadoreño El Faro lo acusa a pesar de ello, o quizá precisamente por ello, de «dictador». «Bukele consuma un fraude para instalar una dictadura», afirmaba ayer lunes El Faro en su editorial sobre las elecciones.

Una dictadura no deja de ser una dictadura por el hecho de que la apoyen 85 de cada 100 ciudadanos. Pero lo que sí es, desde luego, es sarna con gusto.

«Quien sacrifica la libertad por una pequeña seguridad temporal, no merece ni la libertad ni la seguridad», dijo Benjamin Franklin.

Franklin no dijo, como algunos le atribuyen, «no tendrá ninguna de las dos», sino «no merece ninguna de las dos», que es muy diferente.

La frase, en cualquier caso, suena muy redonda y parece profunda, pero es una chorrada. Porque en la vida real, el dilema nunca se presenta así. Normalmente, quien carece de seguridad carece también de libertad e incluso de democracia. Así que si le das seguridad, ya está ganando algo. Vaya usted a decirle a un salvadoreño «puedes tener seguridad en mano, o seguridad y libertad en un futuro indeterminado si tragas durante un poco más de tiempo con la inseguridad», a ver qué le contesta.

El mundo real no funciona con frases motivacionales. Intuyo además que a los salvadoreños les importa un rábano «merecerse» o no la seguridad, mientras la tengan.

Antes de que nadie se escandalice, recordemos todos que España es, según el Tribunal Constitucional, una democracia «no militante». Es decir, una democracia reversible a una dictadura si una mayoría suficiente de españoles así lo decide.

Así que las peticiones de sales, al maestro armero.

Deberían leer las críticas a Bukele publicadas por la prensa española. Es un buen ejercicio. Al fondo a la derecha de todas ellas trasluce la idea de que los ciudadanos de las democracias occidentales estamos obligados a escoger entre democracia y seguridad, dando por supuesto que escogeremos, por supuesto, la primera.

No podemos, por lo visto, tener ambas.

Nadie ha planteado jamás ese dilema en público, mucho menos en el Congreso de los Diputados. Nunca nos han pedido nuestra opinión al respecto. Ninguno de nosotros ha votado la respuesta a esa pregunta. Pero la conclusión es inescapable: el precio de la democracia es la inseguridad.

Sin embargo, la cantidad exacta de seguridad a la que debemos renunciar por el privilegio de vivir en democracia no lo decidimos los ciudadanos, sino nuestros gobernantes. Ellos deciden nuestro umbral del dolor.

Y el pacto nuclear de toda democracia, la cesión del monopolio de la violencia al Estado por parte del ciudadano, ha pasado por mejores momentos. Si fuera un contrato civil o mercantil, ya habría sido rescindido. Porque ¿está el Estado cumpliendo su parte del trato? ¿Qué opinan ustedes?

La cesión del monopolio de la violencia al Estado es el pacto nuclear de la democracia porque sin seguridad no hay inversión, sin inversión no hay empresas, sin empresas no hay trabajos, sin trabajos no hay salarios, sin salarios no hay impuestos y sin impuestos no hay sanidad, educación, pensiones ni, por supuesto, Estado del bienestar.

¿Quién pagaría todo eso si no?

En España ya hemos dejado de contar, pero en noviembre del año pasado la ley del ‘sí es sí’ había dejado en la calle a 126 violadores y reducido la pena de otros 1.233.

A los gobernantes les gusta decir que la «sensación de inseguridad» es siempre mayor que los niveles reales de violencia, siempre «tolerables» desde su punto de vista.

Es fácil detectar la falacia del argumento. Que la percepción de inseguridad sea desproporcionada respecto a los riesgos reales no implica que esa inseguridad sea insignificante. ¿Y quién decide cuándo es desproporcionada, por cierto?

Un solo ejemplo.

La okupación sigue siendo, si no legal, si lo suficientemente alegal en nuestro país como para que los propietarios no tengan la menor certeza de cuándo recuperarán su casa, en qué estado y por cuánto les saldrá la broma (los suministros de una vivienda okupada los paga el propietario mientras los delincuentes sigan okupándola).

En España hay aproximadamente 16.000 viviendas okupadas, aunque el número real es mucho mayor porque muchos propietarios no denuncian, precisamente por la inseguridad que genera la complicidad del Estado con los okupas. Vale más pagar al okupa para que se vaya y olvidarte de problemas. ¿Justifican 16.000 viviendas okupadas la percepción de inseguridad inmobiliaria?

Depende.

En comparación con el número de viviendas existentes en España, unos siete millones, la probabilidad de sufrir una okupación parece relativamente baja (en realidad es bastante más alta de lo que parece porque el número de inmuebles «okupables» fácilmente por los delincuentes es mucho menor que el número total de inmuebles).

Pero en comparación con Alemania (desalojo en 24 horas), Francia (desalojo en 48 horas) o Reino Unido (24 horas), las cifras españolas son tercermundistas.

Así que la percepción de inseguridad dependerá en realidad de si la potencial víctima se considera ciudadana de una democracia europea o de una república bananera donde el Gobierno le permite a los delincuentes quedarse con su casa durante un tiempo que puede llegar a ser de más de dos años.

Buenas noticias, entonces, para el Gobierno. El hecho de que la okupación genere alarma social en España es señal de que los españoles continúan creyéndose ciudadanos de una democracia. Todavía esperan «algo» del Estado.

Algunos ejemplos más.

En España se ha derogado el delito de sedición para beneficiar a los políticos que habían sido condenados por sedición y se han rebajado las penas de la malversación, vulgo corrupción, para que esos mismos políticos puedan salir de la cárcel sin pasar por el mal trago de devolver lo robado.

Ahora se negocia amnistiar a sospechosos de terrorismo y traición, entre otros delitos.

En 2022, el Ministerio de Justicia invitaba a los inmigrantes a cancelar sus antecedentes penales para la obtención de sus permisos de residencia. Es de suponer que porque se ha encontrado con más de un caso. Cuando se dice (para justificar que no se trata de inmigrantes económicos) que muchos inmigrantes ilegales llegados a España huyen de «las persecuciones tribales», ¿se sabe si lo hacen en calidad de víctimas o de verdugos?

¿Cómo distingue el Gobierno a los unos de los otros? 

Todos los ejemplos anteriores son decisiones políticas. Es decir, no se trata de eventos imprevisibles, como un atentado, a los que hay que responder sopesando pros y contras. Se trata de decisiones meditadas del Gobierno que han generado un problema allí donde antes había una solución.

En estos ejemplos, el Gobierno, que ostenta el monopolio de la violencia, ha decidido que un moderado incremento de la inseguridad era un precio razonable a pagar (por los ciudadanos) a cambio de su permanencia en el poder.

Es decir, no estamos aún en ese punto en el que se decide entre la cantidad exacta de democracia que queremos y el porcentaje de seguridad que estamos dispuestos a ceder a cambio de ella. Estamos en un nivel anterior. Uno en el que el Gobierno controla el termostato de la inseguridad en función de sus necesidades parlamentarias.

Intuyo que para los salvadoreños la pregunta a contestar no era cuánta democracia estaban dispuestos a ceder a cambio de un Bukele, sino algo bastante más pedestre: ¿quiero o no quiero vivir con miedo?