IGNACIO CAMACHO-ABC
El 155 no les molesta tanto como fingen, dado que la mayoría conserva sus sueldos y sus cargos. Gentileza del Estado
PARA que no decaiga la tensión debe continuar el espectáculo. La gran ceremonia de la confusión, el ritual para mantener la expectativa de los dos millones de votantes apalancados. El lento rigodón del independentismo no tiene otro objeto que el de alargar la gran ceremonia del agravio. Al final todo es bastante simple: consiste en simular, mediante un alambicado protocolo de legitimidades simbólicas, que la culpa la tiene siempre el Estado. Los separatistas están cómodos bajo el bloqueo porque carecen, fuera del marco de la secesión, de cualquier proyecto programático. El 155 no les molesta tanto como fingen, dado que la mayoría conserva, por gentileza de los presuntos opresores, sus sueldos y sus cargos. No sienten prisa, y sí una cierta pereza, por aplicarse a administrar un territorio cuyas necesidades reales hace tiempo que olvidaron.
La abdicación forzosa de Puigdemont es la penúltima mascarada de esta especie de procès diferido o postergado. No está mal como gag de comedia: un prófugo de la Justicia, cargado de impostada solemnidad, señala como sucesor a un presidiario. Cuando el juez declare inelegible a Jordi Sánchez volverá a correr el escalafón de candidatos, a ver si el Supremo acaba dando el visto bueno a un subalterno imputado. La cuestión esencial para mantener la cohesión es demostrar que el consenso constitucional no rige en Cataluña porque el designio de rebeldía civil no tuerce el brazo.
Con la declaración aprobada el jueves en la Cámara autonómica, el magistrado Llarena podría volver a meter en la cárcel a todos los que se desdijeron ante él de la unilateralidad para reafirmarla en el Parlamento. Esa figura se llama reiteración delictiva y constituye motivo de encarcelamiento. La declaración de independencia ha dejado de ser simbólica; ahora es de nuevo, junto al referéndum ilegal de octubre, la fuente legítima del proceso. Se trata de una reincidencia clara que expresa la voluntad política de desafiar al Derecho. Y el propio Puigdemont la ratifica desde lejos a sabiendas de que le cierra a su delfín instrumental, y de rebote a Junqueras, cualquier posibilidad de salir de su encierro.
Por más que el pensamiento ilusorio de los constitucionalistas albergue la esperanza de lo contrario, el objetivo de la ruptura sigue intacto. Lo único que van a cambiar son los plazos, que ahora tendrán que ser necesariamente más largos. No existe otro destino ni otra meta para un movimiento que se ha encerrado a sí mismo en el bucle de un mito retroalimentado. El Gobierno y los demás agentes políticos e institucionales ya deberían de haber aprendido que se enfrentan a un grupo de iluminados capaces de sobreponerse a cualquier contratiempo o desmayo; gente experta en el victimismo que aprende de cada derrota el modo de reajustar sus pasos. Tienen cuerda para rato y suficiente apoyo social para adaptarse incluso al colapso.