Guy Sorman-ABC
- Imaginemos una España sin monarca. ¿Quién podría haber frustrado en un instante el golpe de Estado de 1981? ¿Quién podría haber reducido a los independentistas catalanes a una mera camarilla política, contraria a la Constitución, al derecho y a la paz civil, con solo un discurso? Juan Carlos salvó la democracia; Felipe salvó la unidad nacional
El 23 de febrero de 1981, ya en la noche cerrada, el Rey Juan Carlos, vestido con su uniforme de gala, denunció el intento de golpe de Estado militar que tuvo lugar ese mismo día en el Parlamento. En su calidad de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, pidió a estas que apoyaran sin vacilar la transición a la democracia. El Ejército obedeció sin dudar, tan arraigado estaba en él el respeto a la Monarquía. Este único instante, decisivo en la historia de la España contemporánea, bastaría para definir el reinado de Juan Carlos, por encima de cualquier otra consideración.
Un monarca, escribía Jean François Deniau, embajador de Francia en España en el momento de la transición democrática y encargado de acompañar la entrada de España en la Unión Europea, es como un capitán de barco: se le reconoce de inmediato por el hecho de que no hace nada, o al menos nada visible a simple vista. Pero su sola presencia marca el rumbo del barco y garantiza la lealtad de la tripulación. De este capitán, que por lo general no actúa, sabemos que, en caso de tormenta, tomará la decisión clave para salvar tanto al barco como a su tripulación. Juan Carlos fue capitán por un solo día, pero ese día fue decisivo; eso basta para legitimar su reinado e inscribirlo en la historia, ya que pocos estadistas, en España o en otros países, han demostrado tanta determinación en un momento tan decisivo.
De manera igualmente dramática y decisiva, recordamos que el Rey Felipe, el 3 de octubre de 2017, denunció con firmeza y claridad en televisión la violación de la Constitución por parte de los independentistas catalanes. Recordó al pueblo español, sin rodeos, que la organización de un referéndum sobre la independencia de Cataluña era contraria a la ley y a la democracia. ¿Qué sería de España sin una Constitución que se impone a todos, incluido el monarca? Eso es, y es fundamental, lo que el Rey Felipe recordó a la nación amnésica y a los independentistas, catalanes y otros, que parecían haber olvidado su propia historia. Aunque Felipe VI no haya tenido otras ocasiones para marcar el rumbo de su reinado o el destino de España, su discurso de octubre de 2017 es suficiente. En este acto se coloca, en las altas esferas de la nación, muy por encima de cualquier consideración partidista, junto a la intervención de Don Juan Carlos en 1981. Imaginemos ahora una España sin monarca. ¿Quién podría haber frustrado en un instante el golpe de Estado de 1981? ¿Quién podría haber reducido a los independentistas catalanes a una mera camarilla política, contraria a la Constitución, al derecho y a la paz civil, con solo un discurso? Juan Carlos salvó la democracia; Felipe salvó la unidad nacional. Estas dos intervenciones, por sí solas, bastan para justificar la perpetuidad de la Monarquía española. ¿Son conscientes los españoles de esto?
Porque, ¿cómo imaginar, en ausencia de un monarca, quién en una democracia exclusivamente parlamentaria habría tenido la autoridad para reunir a todo el pueblo español en torno a la Constitución y la democracia, sin vacilación alguna? Probablemente nadie. Sin duda, habríamos sido testigos de interminables discusiones con un resultado completamente incierto. La monarquía es, por lo tanto, una gran oportunidad para España, que no comparten muchas otras democracias debilitadas por sus divisiones partidistas y sus tentaciones autonomistas y suicidas. Este ‘milagro monárquico’, nos guste o no, lo queramos o no, es obra de Francisco Franco. Olvidemos, por un momento –aunque sea difícil– la Guerra Civil, sus horrores y la cruel represión que le siguió. Recordemos de Franco solo un gesto, pero decisivo: la restauración de la Monarquía. El viejo dictador sin duda aprendió de su propia experiencia que el pueblo español era propenso a la guerra civil, como lo demuestra toda su historia. ¿Cómo evitar el regreso de la Guerra Civil, cimentar la unión nacional entre provincias y partidos antagónicos y suceder a un dictador tan irascible? Solo un rey podía desempeñar ese papel, como eje central de la nación, símbolo de su unidad secular, de su legitimidad y del retorno al derecho, descartando de ahora en adelante toda violencia ideológica y separatista. Evidentemente, no era lo que deseaba Franco al designar a Juan Carlos, a quien creía haber moldeado a su imagen y semejanza. Pero, ¿es esta transición obra de Juan Carlos? En cualquier caso, no hizo nada para impedirla. Que sean los historiadores quienes lo decidan.
También se me objetará que la mayoría de las democracias occidentales no tienen monarquía, porque una monarquía o un emperador, como en Japón, no se inventan de la nada: son el producto de la larga historia y genealogía de una nación, no de un decreto ni de una ley. ¡Pues peor para las democracias que no tienen monarca! Con demasiada frecuencia vemos cómo las repúblicas se debilitan y, a veces, se derrumban debido a terribles disputas partidistas. Es entonces cuando buscan un salvador, es decir, un rey sustituto, pero ya es demasiado tarde.
Debo precisar que no soy español ni monárquico. Mi función, que intento ejercer con responsabilidad en este momento y en esta página, es únicamente analizar las instituciones de España con neutralidad, sin ningún tipo de prejuicio. Por lo tanto, soy completamente ajeno a las disputas que rodean la personalidad privada de los Reyes de España, herederos de una dinastía, por otro lado, cuajada de turbulencias. Juan Carlos I y Felipe VI han mejorado más bien el legado de los Borbones. Solo hago una constatación objetiva, cuya objetividad espero que los lectores aprecien. Lo afirmo sin remordimientos, desde Francia, donde escribo: España tiene la suerte, tras haber vivido una Guerra Civil y una dictadura espantosas, de poder reunificarse en torno a dos grandes monarcas. Grandes, sin duda, porque han sabido utilizar su prestigio de forma minimalista, una sola vez y en el momento oportuno, sin involucrarse en disputas partidistas o personales, que solo pueden distraer a los lectores de la prensa mundial. Esas anécdotas, podemos decir ‘del corazón’, no dejarán huella en la historia; no son más que sucesos insignificantes sobre los que no tengo nada que decir. Los actos monárquicos de 1981 y 2017, en cambio, sí han hecho historia, y esa historia perdura.