Rubén Amón-El Confidencial

  • El maridaje del populismo y el nacionalismo subraya la deriva con que el presidente del Gobierno deteriora el hábitat democrático e institucional, invocando la demagogia de la «soberanía popular» y adoptando el lenguaje temerario de Podemos

La absurda catalogación que divide a los jueces en progresistas y conservadores pretende trasladarse a la división de la sociedad como si estuviéramos en la batalla del bien contra el mal y como si Pedro Sánchez estuviera llamado a acaudillar la pugna de los ángeles contra los demonios. 

Es irresponsable que el presidente cultive en la sociedad la polarización y la discordia. Sus galones de jefe de Gobierno le obligan a preservar la concordia, pero el interés partidario estimula el modelo antagonista que ayer volvió a escenificarse en el duelo frente a Feijóo en el Senado.

La luz contra la oscuridad. El progreso contra la regresión. Es el contexto en que Sánchez trata de delimitar las fuerzas hostiles. No ya los jueces golpistas, sino la prensa de derechas y la oposición. Lo decía Carlos Alsina en Más de unoEl cordón sanitario no se limita a Vox, sino al contubernio antidemocrático con que el líder progresista identifica al enemigo. 

¿Progresista? Cuesta bastante trabajo reconocer a Sánchez y sus camaradas en la enjundia de semejante adjetivo. La etiqueta resulta en sí misma una abstracción, un cliché, aunque la ferocidad política del sanchismo no hace otra cosa que degradarla, especialmente desde que el líder del PSOE ejerce de mediador entre el populismo y el nacionalismo.

No puede considerarse progresista la improvisación de leyes a medida que subastan el Código Penal a beneficio de los malversadores y los sediciosos. Se pliega a ellos sumisamente el presidente del Gobierno. Y no desde las convicciones, sino desde el soborno y desde la perversión legislativa. 

No puede considerarse progresista el principio de insolidaridad y de injusticia territorial que se desprende de la concesión a los partidos independentistas. Ni los privilegios con que se discrimina a unas autonomías u otras en función de las necesidades equilibristas. El modelo plurinacional es en realidad la descripción de un mapa que premia las opciones separatistas.

No puede considerarse progresista el cuestionamiento de la separación de poderes, ni tampoco la concepción de la Justicia como un enemigo de la democracia. La facilidad con que Pedro Sánchez apela a la «soberanía popular» aspira a convertir su mayoría parlamentaria en un rodillo político. Por eso recela de los contrapesos y de los contrapoderes.

No puede considerarse progresista recurrir a los atajos, los abusos y las urgencias para modificar las leyes orgánicas sin lugar a las enmiendas de la oposición y sin espacio al criterio de las instituciones que velan por la salubridad del hábitat democrático (Consejo de Estado, CGPJ…).

No puede considerarse progresista una política migratoria expuesta a la extorsión del régimen marroquí. El escándalo de los muertos hacinados en Melilla define hasta qué extremo se ha degradado el mensaje propagandístico del Aquarius y redunda en la posición insostenible de Grande-Marlaska como artífice y expresión de la ley del silencio. 

No puede considerarse progresista convertir a Bildu en el aliado más fértil de la legislatura. Y no por la sensibilidad hacia el discurso social o por la adhesión a los presupuestos, sino porque la mano negra de Arnaldo Otegi también ha redactado las condiciones y los términos de la memoria democrática.

No puede considerarse progresista la concepción de un modelo autoritario y providencialista. No somos Venezuela. Ni Sánchez es un dictador, pero sus necesidades políticas han redundado en una dimensión populista que señala arbitrariamente a los enemigos del Estado y que predispone la sintonía a las tesis más extremas de Podemos. Fue Ione Belarra quien agradeció hace unos días la vehemencia con que el ministro Bolaños y el propio Sánchez suscribieron la gran teoría del complot. Y la represalia con que debe depurarse a los agentes del eje del mal: los jueces, la prensa y la oposición política identifican la batalla de todas las batallas. “Bienvenido a la guerra judicial”, le dijo ayer Rufián a Pedro en el Congreso.