Quebec

JOSÉ CUENCA – ABC – 18/04/16

· Chrétien ha sido siempre respetuoso con los nacionalistas de la que es su provincia natal. Recuerdo que, en una ocasión, me dijo: “la noche del triunfo del No, tan estimulante para mí, sentí pena por los que lloraron al fracasar el Sí. Porque ellos son tan canadienses como todos los demás.” Una frase que luego leí en las memorias de quien fue, y sigue siendo, un gran hombre de Estado.

El 20 de mayo de 1980, René Levesque, fundador y líder del Partido Quebequés, celebró un referéndum sobre el futuro de la «Belle Province». El entonces primer ministro de Canadá, el carismático Pierre Trudeau (nacido en Montreal), no concedió demasiada importancia a tal iniciativa. Sabía que no iba a prosperar. Y no se equivocó. El «Sí» perdió ante el «No» por casi veinte puntos, Levesque sufrió un descalabro, los canadienses volvieron a lo suyo y el tema de la independencia pareció estar desactivado. No era así. Los intelectuales quebequeses siguieron trabajando activamente, aportando una ancha panoplia de argumentos –unos verdaderos, otros falsos– que suministraron combustible para la causa sagrada.

El 12 de septiembre de 1994, en Quebec ganó las elecciones provinciales Jacques Parizeau, nacionalista radical. Por su parte, en los comicios generales, un año antes, había triunfado el Partido Liberal, dirigido por Jean Chrétien: un católico francófono y también quebequés, con el que llegué a tener buena amistad durante mi mandato como embajador en Canadá. Parizeau estaba convencido de que había llegado su hora. Y se lanzó ardientemente a la tarea de celebrar un nuevo referéndum, el 30 de octubre de 1995. Todo parecía atado y bien atado. En vísperas de la consulta, las encuestas daban ganador al «Sí», por amplia mayoría. Y comenzó a preparar una gran fiesta, ante el triunfo tan deseado.

Pero Chrétien montó una enérgica campaña por el «No», consiguiendo enderezar la situación con una masiva marcha en Montreal, que él mismo encabezó; un lúcido y clarificador discurso en la televisión; y la impagable ayuda de Bill Clinton, que hizo un encendido elogio de Canadá, donde gentes de culturas diversas, dijo, «viven en paz y en unidad». El resultado del escrutinio es conocido: el «No» ganó por un margen muy estrecho (el 50,6, frente al 49,4) y los nacionalistas fueron derrotados. Parizeau anunció su dimisión, culpando del desastre a las fuerzas del mal, entre las que incluía «el dinero y el voto étnico». Más tarde, cedía su puesto a Lucien Bouchard, el último de los grandes soberanistas, que prometió un tercer referéndum, cuando se diesen las «condiciones ganadoras».

Chrétien comenzó inmediatamente a trabajar para conseguir, por todos los medios legales a su alcance, que no se dieran nunca esas «condiciones ganadoras». Porque, como él mismo ha declarado en sus memorias, lo más importante para un responsable político es mantener la unidad y la integridad territorial de su país. Y tomó dos decisiones. La primera, hacer pedagogía. A tal fin, nombró a Stephane Dion, quebequés y profesor de ciencia política en la Universidad, al frente del Ministerio de Asuntos Intergubernamentales: una cartera clave en los países federales. Su misión: desmontar, con razones claras y eficaces, los mitos, los errores y las falsedades tramposas y victimistas en que se apoyaban muchos de los argumentos del soberanismo. Y ello, con un objetivo primordial: que los quebequeses supieran la verdad.

La segunda iniciativa fue crucial: pedir una opinión al Tribunal Supremo, para clarificar la situación jurídica, tanto en derecho interno como internacional. Las preguntas que el Gobierno formuló a la Corte fueron tres: si las autoridades de Quebec estaban facultadas, en el marco de la Constitución, para proceder unilateralmente a proclamar la independencia; si las instancias internacionales reconocían a Quebec el derecho a la autodeterminación; y, en el caso de conflicto entre la norma interna y la internacional, cuál debía prevalecer.

Dos años tardó en contestar el Alto Tribunal, pero lo hizo en un dictamen claro, preciso y ampliamente motivado. Éstas fueron sus respuestas: de acuerdo con el derecho internacional, en Quebec no se dan las condiciones para la autodeterminación. Sin embargo, el Gobierno canadiense no puede permanecer indiferente ante la voluntad secesionista de una provincia, siempre que su población así lo manifieste de manera clara y por una mayoría reforzada. Aun así, tampoco existiría un derecho automático a separarse, sino que se abriría un proceso de negociación, tomando en cuenta los intereses generales del país, del gobierno federal, de los restantes territorios y de las minorías. Y añadió un punto más: Canadá puede partirse, en las circunstancias y con las exigencias ya citadas; pero igualmente puede hacerlo una provincia. Para entendernos: si Canadá es divisible, también lo es Quebec.

Al día siguiente, Chrétien puso en marcha una estrategia que culminó con la llamada «Ley de la Claridad», adoptada en junio de 2000 por el parlamento federal. Con ella se lograba convertir en norma de obligado cumplimiento, para todo el país, los puntos esenciales del dictamen del Supremo. Su texto establecía que Quebec (la Constitución canadiense permite la ruptura del país; no así la española, ni la americana, ni la francesa, ni la alemana, ni…) puede decidir su futuro, pero en determinadas condiciones: ha de ser clara la pregunta sometida a los votantes (la del referéndum de 1980, confusa, ambigua y farragosa, tuvo 110 palabras) y clara la respuesta.

No sirve el 50+1 por 100 de votos a favor. Porque si para reformar una constitución se exige amplia mayoría, para romper un país el porcentaje deberá ser aún mayor. Y algo más: la secesión no puede llevarse a cabo por un acto unilateral de la Asamblea de Quebec, sino mediante una negociación en la que han de tomarse en cuenta los intereses de todos. El derecho a decidir quedaba así embridado por la ley. Yo se lo explicaba a un buen amigo: tú puedes decidir si sales a cenar; y, ya en el restaurante, optar por la carne o el pescado; pero, cuando te presentan la factura, tu derecho a decidir ha terminado. Tienes que pagar, porque es la ley.

Chrétien ha sido siempre respetuoso con los nacionalistas de la que es su provincia natal. Recuerdo que, en una ocasión, me dijo: «la noche del triunfo del “No”, tan estimulante para mí, sentí pena por los que lloraron al fracasar el “Sí”. Porque ellos son tan canadienses como todos los demás». Una frase que luego leí en las memorias de quien fue, y sigue siendo, un gran hombre de Estado.

JOSÉ CUENCA ES EMBAJADOR DE ESPAÑA – ABC – 18/04/16