JOSEP Mª CASTELLÀ ANDREU-EL MUNDO

El autor defiende que los jóvenes han sido clave para el desplome del independentismo quebequés. Los debates políticos son ahora la inmigración, el modelo intercultural o la sanidad pública.

EL LUNES 1 de octubre se han celebrado elecciones a la Asamblea Nacional de Quebec. En ellas se ha impuesto la Coalition Avenir Québec (CAQ) al Partido Liberal (74 escaños, 37,5% de los votos frente a 32 escaños, 24,8% de los votos). Los liberales han sido castigados por el electorado, a pesar de una situación económica boyante, tras estar en el Gobierno 13 de los 15 últimos años. Los quebequeses han optado por un partido nuevo, fundado en 2011, que no ha ocupado todavía el poder, aunque su líder François Legault fue ministro con el Parti Québécois. La CAQ es un partido de centroderecha, con toques populistas (por ejemplo, ha pedido reducir las cuotas de inmigración) y nacionalista que defiende la vía «autonomista»: esto es, negociar más poderes sin cuestionar la Federación. Lo más destacado de estas elecciones ha sido que el soberanista Partido Quebequés (PQ) ha quedado relegado a la cuarta posición (nueve escaños, 17% de los votos frente a los 30 diputados y el 25,4% de 2014), por debajo de Québec Solidaire, la extrema izquierda independentista (10 escaños, 16% de los votos). Son los peores resultados obtenidos por el PQ desde la primera elección a la que se presentó en 1970, liderado por René Levesque (siete escaños, 23% de los votos). El voto independentista suma el 33%, prácticamente igual que hace cuatro años, pero esta vez dividido en dos grupos. Mientras Montreal ha votado mayoritariamente liberal, las zonas rurales y la capital lo han hecho por la CAQ. Según las encuestas, los más jóvenes se han dividido entre liberales y Québec Solidaire.

Ha sido la primera vez en 40 años que en la campaña ha estado ausente el referéndum sobre la independencia, incluso en el programa del PQ, y la primera vez que los principales candidatos han participado en un debate en inglés. Durante las últimas semanas, los analistas se preguntaban si con estas elecciones se abriría una tercera etapa en la historia del nacionalismo quebequés: la primera, hasta los 60, de corte conservador y partidaria del statu quo en la Federación; en la segunda etapa, desde la Revolución tranquila, el nacionalismo –encarnado por el PQ– adoptaría la secesión como meta y organizaría dos referéndums. Ahora parece que va a primar un enfoque más pragmático, a la vez que también entra en crisis el modelo quebequés de Estado social, al ser los dos partidos más votados partidarios de una economía más abierta.

¿A qué obedece esta caída del PQ y, más en general, del independentismo en Quebec, que en 1995 estuvo al borde de la victoria en el referéndum (49,4% frente al 50,6%)? Según las encuestas, el independentismo ha ido descendiendo hasta el 35% y el sentimiento de pertenencia cada vez es más compartido: en un sondeo de 2015, un 75% de los quebequeses se sentía orgulloso de formar parte de Canadá (entre los jóvenes, un 79%, un 13% más que hace 25 años). Se suele atribuir la pérdida de apoyo popular a los efectos disuasorios del Dictamen de la Corte Suprema sobre la secesión de Quebec de 1998 y a la subsiguiente Ley de la Claridad de 2000. Ésta última otorgaba a la Cámara de los Comunes la decisión acerca de si la pregunta formulada en un referéndum por las autoridades de Quebec es clara y, una vez celebrado, debe valorar si la mayoría favorable a la independencia resulta también clara (sin aclarar, no obstante, el quorum de votos que consideraría suficiente). De este modo, Ottawa imponía condiciones muy gravosas para iniciar la negociación sobre la independencia de una provincia. El Dictamen de 1998 había concluido que no cabe una secesión unilateral en la Constitución de Canadá y que Quebec no entra en los supuestos de autodeterminación reconocidos por el Derecho internacional.

Sin minusvalorar este factor, lo determinante parece ser el cambio generacional. La independencia ha sido la causa de una generación. Muchos de los ciudadanos que se movilizaron en el referéndum de 1995 están inmersos en una fatiga referendaria, ya que los costos de la división de la sociedad quebequesa han sido profundos. Pero, sobre todo, sus hijos valoran más otras identidades, primando la de género sobre la territorial, y los debates políticos son ahora la admisión de inmigrantes, el modelo intercultural o el mantenimiento de la sanidad pública de calidad. Canadá vuelve a presentarse como un proyecto simpático en el mundo, frente a su vecino del sur. El primer ministro Justin Trudeau quiere encarnar esta imagen.

Desde un punto de vista político, los quebequeses no ven peligrar los dos grandes objetivos por los que han luchado mucho tiempo: la posición del francés está garantizada por la Ley 101 o Carta de la Lengua Francesa de 1977, y los quebequeses francófonos son maîtres en su propia casa, frente al agravio que suponía el dominio económico de los anglófonos. Otras reivindicaciones han hallado cierto eco: en 2006 la Cámara de los Comunes aprobaba una resolución (no una ley ni una reforma constitucional) que proclamaba que los «quebequeses» son una nación, y en estos años el Tribunal Supremo ha ido reconociendo asimetrías concretas a favor de Quebec. En cambio, los Gobiernos federales, primero del conservador Harper y su federalismo de apertura, y ahora del liberal Trudeau con su federalismo de reconciliación, no han introducido cambios notables. El Gobierno liberal de Quebec presentó el año pasado el documento Quebequeses: nuestra forma de ser canadienses, que aboga por una mayor presencia de Quebec en el resto de la Federación y, en última instancia, por incluir en la Constitución lo que se ha ido obteniendo por vías legislativas y jurisprudenciales. Pero Trudeau cerró inmediatamente la puerta a la reforma constitucional. De hecho, sólo ha habido en Canadá una reforma constitucional siguiendo el procedimiento general desde la aprobación de la Constitución de 1982 sin que afectara al modelo federal. Los intentos de «acomodar» a Quebec al pacto constitucional, negociados en Lago Meech (1988) y Charlottetown (1992), fracasaron porque otras provincias, en el primer caso, se opusieron; y la población quebequesa y del resto de Canadá, en el segundo, también lo rechazó en referéndum.

MIENTRAS ESTO sucede, Quebec cada vez parece más irrelevante en el debate público canadiense. Ello frustra a los soberanistas que por el momento no están en una posición fuerte ni dentro de Quebec ni en el Parlamento federal. Está por ver qué tipo de relación con el resto de Canadá mantendrá el nuevo Gobierno de la CAC, en un contexto de victorias conservadoras en otras provincias.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se ha referido recientemente al «modelo Quebec». Éste consiste, a nuestro juicio, en varios factores: el paso del tiempo para sanar la división social ocasionada por el referéndum de 1995 y, a la vez, la adopción desde entonces por el Gobierno federal de una estrategia decidida para hacer frente al secesionismo; la garantía de aspiraciones de fondo de una gran mayoría de la sociedad quebequesa (esencialmente, la protección del francés), la preservación de las instituciones y el Estado de derecho en todo momento y, por último y fundamental, el logro de una mayoría social contraria a la independencia que ha provocado la alternancia política en las elecciones: el Partido Quebequés fue derrotado por los liberales en 2003 y sólo volvió al poder en 2012-14 con un Gobierno minoritario. Ahora la CAQ gana con un programa que descarta el referéndum y afirma su lealtad con el federalismo canadiense. Esto es lo que significa hacer política en Quebec.

Josep M.ª Castellà Andreu, profesor de Derecho constitucional, Universidad de Barcelona. Autor de Estado autonómico: pluralismo e integración constitucional (2018).