EDITORES-Eduardo Uriarte Romero
El bipartidismo cayó en el vicio de creerse imbatible. Un bipartidismo, que se otorgó el papel de sostén exclusivo del Estado y del sistema, llevó en su prepotencia el enfrentamiento entre las dos grandes formaciones a tales niveles que ninguna cuestión importante, ninguna cuestión de estado, ni reforma constitucional necesaria, se ha podido llevar a cabo. Traspasado el umbral de la Transición, tras la desaparición de UCD y el PCE, el fuego a discreción de las dos formaciones en línea no sólo iba diezmando las filas de ambos partidos sino debilitado profundamente al mismo Estado del que ambos se consideraban sus cimientos fundamentales. Al final, con anterioridad a la moción de censura ganada por Sánchez, tuvo que hacerse visible el rey y hacer frente a la gravísima situación de crisis generada por la declaración de independencia del nacionalismo catalán manifestando algo innecesario si nuestro sistema funcionara: el Estado también soy yo (ya que vosotros os dedicáis sólo a pegaros). Y se ganó el sueldo.
Cuando Zapatero, recién ascendido a presidente, dijo aquello que el sistema era inquebrantable lo que buscaba era la excusa para hacer de él su capricho y largar todas las andanadas posibles contra la derecha aliándose con cualquiera. Su etapa supuso una escalada en el sectarismo más disparatado, ovacionado y seguido por numerosos medios de comunicación y académicos que empezaron a sembrar la simiente del populismo de izquierda arrumbando el social-liberalismo que el felipismo había promovido. Así el enfrentamiento, las dos Españas, apuntaladas en la Ley de Memoria Histórica, forman parte hoy de la cultura política de amplias masas de este país. No hay cuestión sagrada ante la que ceder, ni por el bien de la res pública, ni el bienestar de la ciudadanía, ni respeto al adversario. Desde hace tiempo la política de tierra quemada se ha ido apoderando del diario de campaña de casi todos los líderes políticos, aunque en esto, como en todo, hay quien es más radical que otros.
El final del setenta y ocho ha sido protagonizado especialmente por los que lo hicieron posible. Es cierto que es otra generación, pues la generación salida de la dictadura sabía lo quebradizo de las relaciones políticas y la capacidad de hacernos daño hasta alcanzar el suicidio político. Pero sus sucesores, especialmente los de la izquierda, aunque la derecha no esté libre de errores de sectarismo, han ido enterrando el espacio común de convivencia política. De esta manera, la creación por parte del PSOE del bloque frentepopulista, y su política de concesiones al nacionalismo periférico, ha acabado facilitando, tras las últimas elecciones andaluzas, el origen de un posible bloque de derechas. Estamos alcanzado la situación de bipolarización política deseada por el izquierdismo más revanchista.
Indeseable situación que recuerda demasiado los bloques que derribaron la II República, y de la que el socialismo, si aún le queda rescoldo democrático, debiera hacer todos los esfuerzos por salir de ella y reconstruir el marco político erigido en el año setenta y ocho. Necesita reflexionar sobre el hecho llamativo e irrefutable demostrado tanto en la Primera como en la Segunda República: la imposibilidad de la izquierda -autodenominada, sin serlo, republicana- de gestionar el republicanismo. Esa izquierda radicalizada debiera entender que la primera víctima del sectarismo partidista suele ser ella misma a poco que el sistema resista, como lo demuestra las rupturas en Podemos o la crisis interna con abundantes abandonos en el PSOE.
Sectarismo y cuestión de Estado
El cainismo suicida no es nuevo, desde hace tiempo resultó ser más fuerte que la necesidad de garantizar la convivencia. Tanto Cánovas como Azaña remitían sus orígenes a la guerra contra la ocupación napoleónica. Pero acercándonos al reciente pasado, habría que recordar, como una primera escaramuza del sectarismo que se iba a desarrollar en esta democracia, la denuncia que el PP hiciera del Gobierno socialista por la creación del GAL, manipulación que luego redimirían con su sangre los propios concejales del PP, primeros cargos públicos asesinados a manos de ETA tras aquella denuncia.
Sin embargo, lo más grave en el plano político fue la defenestración de Nicolás Redondo por su propio partido cuando por una cuestión de Estado nada baladí, como fue el Plan Ibarretxe, asumiera una estrategia común con el PP en el País Vasco. El sectarismo, ya afincado en el PSOE, no permitía, ni siquiera, un pacto en defensa de la Constitución ante la secesión vasca- luego vendría la catalana-. El enemigo a batir por el PSOE era el PP, no la secesión de unos nacionalismos a los que siempre habría que atraer, pues la doctrina socialista siempre avisó calumniosamente que el responsable del separatismo era la derecha. Es decir, su repetida consigna de “los separatistas y los separadores”. También en la secesión el PP sería el culpable.
La cultura del sectarismo se iba apoderando de la estrategia del PSOE. De la manipulación del desastre del Prestige a la escabrosa utilización de la guerra de Irak y los atentados del 11 M para asaltar el poder. Una vez en él, Zapatero rompió el Pacto Antiterrorista y promovió una larga y propagandista negociación con ETA que acabaría con la legalización de Bildu. Y, sin embargo, el PP apoyó al socialista Patxi López como lehendakari para apartar a Ibarretxe que volvía con otro plan soberanista. Nunca un apoyo fue menos agradecido. El PP lo ofreció como una cuestión de estado. Tras este historial a Iglesias habría que decirle con tono de La Guerra de las Galaxias,: “Tu padre es el PSOE”.
En el seno de esta trayectoria no era incoherente que Sánchez, a pesar de salir derrotado en las elecciones generales, no renunciara a buscar los apoyos de todos los antisistema y nacionalistas -el Gobierno Frankenstein- para alcanzar el poder. Todavía quedaba un hálito de responsabilidad política en el PSOE, restos de la vieja generación, y fue expulsado de la secretaria general. Pero las primarias, afincada la cultura del sectarismo en las bases del socialismo, le volvieron a llevar a Ferraz. Era cuestión de tiempo que la pasividad que demostrara el PP, especialmente ante sus casos de corrupción, acabara por dar la oportunidad a Sánchez para hacer triunfar su bloque Frankenstein. Tal hecho no es sólo por el capricho de Sánchez, es porque la única ideología y práctica en las bases del socialismo español ha acabado siendo la del enfrentamiento con la derecha.
Los militantes socialistas se manifiestan ante el Parlamento andaluz, en compañía de Podemos, ante la investidura del candidato del PP, cual prólogo de un enfrentamiento total. Pues el hecho de que el PSOE movilice a sus bases en un acto canallesco contra la democracia representativa, la única democracia posible, diagnostica la gravedad de la crisis política a la que estamos asistiendo. Todo ello, tal activismo, movilización y radicalismo verbal, para encubrir que el único responsable de la pérdida de Andalucía por el otrora todopoderoso socialismo andaluz ha sido la política adoptada por Sánchez, auténtico potenciador de la generación de Vox y del bloque de derechas, que no duda en declarar ante el Parlamento europeo una mayor critica al futuro Gobierno andaluz que al actual de la Generalitat secesionista. Que el resto de los barones socialistas vayan tomando nota. Una estrategia suicida que a los únicos que a la postre puede beneficiar es a Podemos -si sobrevive, o sus sucesores- y, especialmente, a los secesionistas. Pero, finalmente, lo que finalmente volverá, tras los errores de la izquierda, será la reacción de las derechas. Perderemos todos.
La complicada marcha atrás
Situados en este nivel de ruptura democrática propiciada por la escalada izquierdista es complicado retroceder a un ambiente político que devuelva estabilidad a la cosa pública. A nuestra sociedad han llegado los vicios y malas artes que el populismo más exacerbado ha cultivado y el ambiente general de crisis políticas que atraviesa todo occidente no favorece la necesaria reflexión para asumir el reto del encuentro democrático. Este reto es tan serio que necesita que alguna fuerza promueva con interés y esfuerzo, y sin atisbo de oportunismo, una estrategia hacia el espacio común. Si se dejan a los hechos proseguir en su actual deriva, o conformarse sólo con algún gesto protocolario, como el discurso de la ministra de Defensa en favor del orden constitucional en la Pascua Militar, que se contradice inmediatamente con las reuniones conspiratorias entre el Gobierno y la Generalitat, el PSOE y los secesionistas, el distanciamiento político va a profundizarse.
En el discurso de Rivera y Valls se aprecia cierta predisposición a formular un proceso de encuentro constitucional, pero existen, también, cuestiones contradictorias. No deja de ser contradictorio abogar por el acercamiento de los constitucionalistas y aceptar la presencia de Ciudadanos en el Gobierno de Andalucía, dependiendo éste del apoyo de Vox. En cierta manera favorece el origen de un bloque de derechas con una fuerza, como Vox, tildada de extrema derecha e incluso de fascista -aunque los términos estén ya muy gastados por el uso que de él ha hecho la izquierda endiñándoselos con rotundidad y excesiva frecuencia al PP y hasta a C’s en el reciente pasado-.
Posiblemente un apoyo externo al cambio en Andalucía, votando la investidura de Moreno Bonilla y no entrando en Gobierno, le hubiera otorgado a C’s una mayor capacidad de protagonismo y credibilidad a la búsqueda del reencuentro democrático, y le hubiera evitado usar un desacostumbrado tono de desprecio hacia Vox. Tono excesivo sin duda, para buscar de una mala forma el distanciamiento de una fuerza necesaria para hacer posible el cambio político en Andalucía. En las democracias maduras los apoyos entre fuerzas facilitan el acercamiento y las buenas relaciones cívicas, en este caso, como pasó en Euskadi con el apoyo del PP a Patxi López, el distanciamiento se radicalizó. Todo ello para deslucir la necesidad de Vox en la constitución de un Gobierno en el que entra por vez primera C’s.
Vox, en mi humilde opinión, representa mucho más a la vieja AP – o puede calificarse como “derecha cabreada” según afirma Juaristi- que a las actuales formaciones nacionalistas radicales de derechas en Europa, y en ningún caso puede ser tildada de inconstitucional. Pero puede ser arrastrada a ello, a ser un partido claramente identificable con los populistas de derechas europeos, teniendo en cuenta que cuando hablan para el público sus líderes más representativos dejan el tono responsable que manifiestan en las entrevistas personales y se dejan llevar por una demagogia de tono y retórica fascistoide. Vox no es un movimiento fascista, pero lo puede ser teniendo en cuenta su propio comportamiento y deriva, y el comportamiento que con dicha formación tengan el resto de las formaciones.
Es necesario, pues, mirar con preocupación a Vox no por lo que es sino por lo que puede llegar a ser. Debilitado Podemos, opción política de la movilización social de rechazo y hartazgo ante la política actual, la desafección social se va a refugiar en el populismo de derechas, y el peligroso encuentro de influencias ideológicas desde la derecha y la izquierda fue lo que configuró los fascismos del siglo pasado. De momento es Vox la que recibe agresiones de grupos fascistas autodenominados “antifascistas”, y no ha sido dicha formación la que ha convocado escraches ni manifestaciones ante los parlamentos.
Por otro lado, se debe tener muy presente que la calificación de dicha fuerza en Europa por los países democráticos, que tanto complejo padecen por su pasada coexistencia con los cuarenta años de la dictadura española y el abandono de la II República, va ser injusta hacia Vox frente a la condescendencia que en general han manifestado hacia las formaciones de izquierda o nacionalistas, incluida ETA. Y en esta consideración no es ajeno el propio Valls, que debiera modular su crítica a Vox, reduciéndola a sus justos términos. Así pue, hay que mantener una prudente actitud hacia Vox sin provocar su radicalización, que en todo caso vendrá de los impulsos que le lleguen desde la izquierda.
La necesidad en estos momentos de crisis de recuperar una política inclusiva en un marco democrático -el fallo fatal de la II República- es tan urgente que es necesario que C’s se la juegue en ese empeño, porque los otros partidos, presos de las dinámicas del enfrentamiento durante demasiados años, no lo van a poder hacer. Y debe evitar las malas maneras incluso con Vox, por aquello de no entrar en la dinámica de la descalificación y el sectarismo y acabar formando parte del bloque izquierdista en vez de promover el encuentro constitucional. Debe Ciudadanos potenciar una estrategia hacia el encuentro democrático porque estamos a las puertas, ante la debacle a la que se va hacer merecedora la izquierda, de la ola del populismo de derechas. Y tal movimiento pendular hay que evitarlo en favor de la estabilidad política.
En un admirable artículo sobre la investidura del presidente andaluz, Jorge Bustos jugaba metafóricamente con el nombre del edificio que da asilo al actual Parlamento andaluz, Hospital de las Cinco Llagas. Ello le daba pie para citar a los cinco partidos que allí se encontraban como llagas de la actual crisis de la política española. Y así es, nada que ver su presencia en aquella cámara con los fines y proyectos de la democracia, donde en vez de proyectar un esfuerzo común de futuro -nada que ver con el discurso de Burke a los electores de Bristol mostrándoles la misión del parlamentario ya en 1774-. Algunos asisten al parlamento para convertirlo en un ring donde la difamación y la agresión verbal destruyen la política. Es necesario quebrar el actual comportamiento que usa la democracia para liquidar la propia democracia.
Antes que ese fin se produzca alguien tendrá que liderar un nuevo proceso de consenso democrático, y ese alguien por ser ajeno al bipartidismo y al populismo, no le queda más remedio que serlo a Ciudadanos. No hay otro.