IGNACIO CAMACHO-ABC
El logo de la encina es un autorretrato del marianismo. Un árbol oscuro y sufrido, achaparrado en el paisaje político
UNA encina. Quercus ílex: un árbol recio, corriente, oscuro (ceniciento, decía Machado), adusto, sufrido. El árbol común de la España profunda: ése es, pasado por un retoque estilizado de diseño azul y como diamantino, el nuevo ideograma del marianismo. Así se ve o se quiere ver el PP a sí mismo, arraigado al terreno, resistente, adaptadizo, aunque sin esbeltez ni gracia, monótono, agrario, anodino. Hay una manifiesta confesión de parte en la elección del nuevo símbolo, un reconocimiento sobrentendido de que en las virtudes que resalta están implícitos también los defectos del veterano partido. Una organización que se sabe parte del paisaje político, implantada en todo el territorio y dotada de un sentido de resistencia superlativo, pero carente de encanto, de carisma y de hechizo. Un valor estable, clásico, consistente, equilibrado y al mismo tiempo rutinario, convencional y sin brillo. Eso representa el nuevo logotipo: la autoafirmación, en tiempos de zozobra, de una identidad orgullosa de su conservadurismo.
Hace tiempo que los populares trataban de distanciarse de la gaviota, que entre escándalos de corrupción connotaba en exceso su desagradable afición carroñera. La han ido reduciendo, depurando, abstrayendo hasta una especie de etérea virgulilla circunfleja. Y ahora con la encina, la carrasca aragonesa, el árbol del páramo castellano y de la dehesa bellotera extremeña, del bosque mediterráneo y de las faldas de Sierra Morena, el PP se representa como una opción refugio de las clases medias. Con un inevitable guiño a su fuerte asentamiento en las zonas rurales, donde conserva graneros de voto entre una población madura y refractaria a las tentaciones aventureras. Una cierta España analógica, tradicional, sedentaria, aplomada, razonablemente transigente con las imperfecciones del sistema, desconfiada de la volatilidad caprichosa de la sociedad posmoderna. Ése es, también entre las capas más adultas del medio urbano, el bastión electoral en que el Gobierno se parapeta; si le falla, si cede al eco de los cantos de sirena, si la madera de ese ramaje sociológico se pudre por la plaga de una seca, habrá caído su última línea de defensa. En la unamuniana España de los encinares reales y metafóricos –«donde los siglos resbalan con sosiego lejos de las tormentas de la Historia»–, se decide en los próximos meses la composición política del centro-derecha.
Con ese autorretrato arbóreo, Rajoy ha formulado toda una declaración de propósitos e intenciones. Ha mandado adaptar a la botánica ibérica el emblema tory del roble para advertir que piensa aguantar chaparrones, tormentas, nevadas y calores. Y al esconder la gaviota, o el charrán, liquida la referencia visual del aznarismo para mostrarse a su estilo, blindado en sus convicciones, encepado en sus raíces y achaparrado frente al viento adverso como la coscoja en el monte.