IGNACIO CAMACHO

Por el prestigio de las instituciones, cuesta ver a todo un Estado jugando al trile con una cuadrilla de provocadores

EN esa estrategia prudente de Rajoy, en esa resistencia a aplicar medidas de autoridad democrática para no alimentar el victimismo secesionista, el Gobierno se está dejando jirones de prestigio que cuestionan el éxito de sus buenas intenciones. Por mesurado y paciente que sea el criterio adoptado, cuesta ver a todo un Estado levantando los cubiletes del trile al que lo invita una cuadrilla de provocadores. La idea de cercenar la logística del referéndum puede llevar al ridículo a las instituciones. Después de ver a la Guardia Civil corretear en busca de imprentas clandestinas, a la Fiscalía enviar citaciones masivas que pueden causar un atasco procesal, o al mismo Gabinete amenazar con cortes de luz en los locales de votación, lo que los ciudadanos perciben es que la iniciativa ha quedado en manos de unos insurgentes encantados de jugar al escondite con los legítimos representantes de todos los españoles.

Porque, además, la partida no va a terminar, como bien sabe y teme el presidente, el 1 de octubre. Al contrario, los días siguientes serán decisivos aunque la consulta se convierta en una parodia porque los soberanistas difícilmente aceptarán el fracaso. Son incluso capaces de declarar la independencia; hasta ahora lo único que no se les puede discutir es que han cumplido todo lo que han anunciado. Y si eso, o cualquier hipótesis más o menos similar, sucede, será inevitable una respuesta concluyente del Estado. Con el coste de ejercer tarde la firmeza que podía haber ejercido temprano.

Cuando el presidente dice que le van a obligar a hacer lo que no desea se muestra consciente de que acaso ya lo debería haber hecho. Lo hizo con la intervención financiera de la Generalitat, hasta ahora la decisión más enérgica del Gobierno. El propio Tribunal Constitucional, reticente a decretar suspensiones o inhabilitaciones de cargos, está sugiriendo que hay margen de actuación política además de la estricta aplicación del Derecho. No en el sentido de negociar con los insurrectos, como defiende la izquierda, sino en el de utilizar los poderes constitucionales en serio. Claro que eso tiene consecuencias, pero a estas alturas quizá no peores que permitir que un grupo de iluminados tome las leyes de la nación a cachondeo.

Los independentistas sobrepasaron los límites de la prudencia hace rato. Hay fundamentos jurídicos, razones morales y argumentos políticos de sobra para actuar sin remordimientos en defensa del orden vulnerado. La provocación va a continuar porque el soberanismo está cómodo en ella; se gusta en ese toma y daca envalentonado y se siente fuerte en un conflicto que le concede igualdad de plano. Por tanto, es responsabilidad del Gobierno decidir hasta cuándo puede una nación democrática europea aceptar este deplorable juego del ratón y el gato. Hacer lo que se debe y no lo que se quiere: en eso consiste el compromiso del liderazgo.